La patria, como decía Mario Vargas Llosa, “no son las banderas ni los himnos, ni los discursos apodícticos sobre los héroes emblemáticos, sino un puñado de lugares y personas.
Brújula Digital|22|11|2025|
Juan Pablo Guzmán
Una perversa herencia de los 20 años de masismo ha sido el culto a los símbolos asociados con lo supuestamente “plurinacional”, desde la manera de referirse al Estado, en reemplazo de la República de Bolivia, hasta las nimiedades sobre la forma de “representar” al país del “vivir bien”, concepto que en la crisis de hoy suena a una contraproducente ironía.
Si algún ingenio tuvo el masismo, ese fue el de construir desde el primer día que tomó el poder un andamiaje ideológico, educativo y cultural en el que su meta era borrar décadas de historia republicana para intentar fundar una nueva narrativa, inspirada en el populismo indigenista que caracterizó al régimen autoritario que concluyó el 8 de noviembre de 2025.
Esa iniciativa “reconstructiva” arrancó con la ceremonia de posesión de Evo Morales en Tiahuanaco, que no solo fue una pantomima andina, sino la señal de que a partir de ahí se cultivaría con frenesí los confusos valores del incario, frecuentes en las constantes teatralizaciones de autoridades e instituciones, pero incumplidos en tres de sus preceptos: no robar, no mentir y no ser flojo.
Luego llegó el falso discurso de la “recuperación de los recursos naturales”, la entronización de la whipala, las turbas disfrazadas de lo “típico”, los cascos mineros convertidos en traje de “protocolo” para aparentar obrerismo y el acullico de la hoja de coca de sol a sol por todo funcionario estatal que quería caer bien al jefe de turno, surgido de los “movimientos sociales”, pero casi seguramente analfabeto para el cargo.
Este caranavalesco panorama se vendió como la recuperación de “lo nuestro”, la vuelta a la “esencia” del país, la subalternización de lo individual a lo colectivo y la exaltación de lo indígena en un país predominantemente mestizo cuyas tradiciones tienen que ver en parte con la cultura occidental que comenzó a construirse con la Colonia y en otra con las raíces “originarias”.
El voto de las elecciones primarias del 17 de agosto y de la segunda vuelta del 19 de octubre se disoció de ese constructo ideológico, que acabó siendo visto más como el disfraz de una pandilla de corruptos que acabaron en el fango de la degradación moral, antes que como el reflejo de una forma de ser del país.
Por ello, la reciente revalorización entre la gente común del escudo nacional y de la propia tricolor, por ejemplo, no representan aún otro tipo de nacionalismo, sino la natural expresión de que la aparatosa simbología del masismo, su culto a la personalidad, el falso respeto a la Tierra y al medioambiente, y sus prejuicios étnicos y racistas tienen en el presente el hedor de lo descompuesto y, por lo tanto, de lo réprobo.
El nacionalismo masista convirtió la pertenencia a un tipo de sangre y a un color de piel en valores enaltecidos que, sumados a la fortuita circunstancia del lugar de nacimiento, otorgaban a sus “representantes” una superioridad que les delegaba el privilegio de sentirse por encima de los demás, es decir de quienes no encajaban con ese arquetipo.
El país de hoy deberá trabajar por arrancar de raíz esa mentalidad que intentó crear categorías de bolivianos, y reemplazarla por el sano concepto republicano de la igualdad de derechos y de obligaciones, y de la vital idea de que el individuo puede construir su propia prosperidad, independientemente de su condición de raza, religión, lugar de origen o creencia.
Esa nueva mentalidad, recuperada de la razón, implicará volver a abocarnos a lo importante, es decir a construir escuelas y hospitales en vez de museos para elogiar al “líder supremo”, en rechazar el desprecio al “otro”, en dejar de utilizar antifaces “originarios” para sentirse mejor que los demás; en generar iniciativa privada y propiedad, fuentes de la riqueza; en no escandalizarse por no encontrar la whipala al lado del símbolo mayor, la tricolor; en recuperar las formas de la educación universal; en no abjurar por no hallar el hedor del bolo de coca en una reunión; y en ignorar tantas otras cosas que la fábula del “vivir bien” inventó para crear una escala de bolivianos de primera, segunda y tercera categoría.
La fe en Bolivia no se marca en las venas por los símbolos de utilería y por la utilería en sí, sino por la voluntad de hacerla grande mediante la educación, el trabajo y la generación de riqueza. Porque la patria, como decía Mario Vargas Llosa, “no son las banderas ni los himnos, ni los discursos apodícticos sobre los héroes emblemáticos, sino un puñado de lugares y personas que pueblan nuestros recuerdos y los tiñen de melancolía, la sensación cálida de que, no importa donde estemos, existe un hogar al que podemos volver”.
Juan Pablo Guzmán es comunicador.