cerrarIMG-20251108-WA0002IMG-20251108-WA0002
Brujula Digital BancoSol PDF 1000x155px
Brujula Digital BancoSol PDF 1000x155px
Política | 15/11/2025   04:50

OPINIÓN|De Trump a Evo, el culto al ego|Patricia Chulver|

Mujica, Topolansky, Domitila Barrios, Mandela y Wałęsa, probaron que la oscuridad también puede engendrar ternura, y que el verdadero poder implica el autogobierno, la consecuencia, humildad y austeridad.

Donald Trump, presidente de EEUU; Evo Morales, expresidente de Bolivia. Foto composición Brùjula Digital
BEC_Electro-Recargada-965x150px
BEC_Electro-Recargada-965x150px

Brújula Digital|15|11|25|

Patricia Chulver

La cultura política americana, de norte a sur, comparte una herida de origen: Estados Unidos, que edificó su identidad nacional sobre la sangre indígena, y Bolivia, concebida por un padre que jamás quiso reconocerla. De esas marcas históricas nacen formas de poder narcisistas que transforman la autoridad en espectáculo, el liderazgo en culto y a los pueblos en objetos de abuso.

Christopher Lasch señala en La cultura del narcisismo que el psicoanálisis parte del individuo, pero al trasladar sus hallazgos al plano colectivo emerge una subjetividad que teje una cultura común. En esta misma línea, Achille Mbembe retoma a Paul Veyne en Necropolítica y advierte que cuando abuso y corrupción se vuelven norma, más allá de una desviación, se habla de una formación histórica original. Así, trauma, sexo y poder se inscriben como cimientos de la cultura política narcisista contemporánea, marcada por vacío interior, miedo, rabia reprimida y culto a la personalidad.

En la política estadounidense, el espectáculo y el abuso han escrito guiones repetidos. Reagan abrió la escena con el liderazgo mediático, y Trump la llevó al extremo grotesco. No es coincidencia que su nombre aparezca en los archivos de Jeffrey Epstein, ni que fuera hallado responsable de abuso sexual contra la periodista E. Jean Carroll. En el marco de esa cultura narcisista, incluso el dolor femenino se transforma en disputa económica: un resarcimiento que exhibe el precio de la herida.

“La guerra comienza en casa” escribió Van Der Kolk al describir que al año 12 millones de mujeres son violadas, la mitad siendo niñas. La National Intimate Partner and Sexual Violence Survey (2022) confirma que una de cada cinco mujeres ha sufrido violación o intento de violación en su vida, mientras más de 600.000 casos de abuso infantil fueron reportados solo en 2022.

Hoy la Casa Blanca funciona como plataforma del ego hecho gobierno. Trump gobierna no por su programa político, sino porque millones se reconocen en él. Investigaciones recientes (Neumann et al., 2025; Pettigrew, 2017) revelan que sus seguidores destacan en rasgos de la llamada “tríada oscura”: narcisismo, psicopatía y maquiavelismo. El Imperial College (2023) añade que estas comunidades están atravesadas por miedo, ansiedad y sensación de abandono económico: condiciones fértiles para liderazgos autoritarios.

Más al sur, la política se despliega en un escenario similar, con caudillos que, como señala Pedro Castro, combinan tradición, carisma y legalidad popular, pero arrastran una herencia autocrática de continuismo y patrimonialismo del Estado. Guillermo O’Donnell traduce este fenómeno en su noción de “Democracia delegativa”, donde el control ciudadano se diluye y el líder se confunde con la nación misma. Cristina Fernández de Kirchner –condenada en la causa Vialidad– y Javier Milei –envuelto en escándalos de corrupción que implican a su hermana, así como en la criptomoneda $LIBRA– dan cuenta de ello.

El caso boliviano ilustra otra herida profunda. Tras desconocer el Referéndum de 2016, Evo Morales forzó una nueva candidatura que terminó en denuncias de fraude, lo que le implicó una estruendosa caída. Su sucesor, Luis Arce Catacora, representa una versión distinta del manejo del poder desde sistemas políticos narcisistas, tecnocracia sin carisma que gobierna desde un gabinete marcado por la revancha política y la opacidad.

Casos como los contratos Botrading, la persistente escasez de dólares y combustibles, y los negocios millonarios ligados a la corrupción que salpica a los Arce Mosqueira han fulminado su legitimidad. A ello se les suman denuncias de violencia de género y favores sexuales a cambio de cargos públicos que, aunque nunca prosperan en la justicia, recuerdan que la historia es el juez más implacable.

Amalia Pando dijo en el Bicentenario que “Bolivia nació con un padre que no la quiso”. Bolívar, figura fundacional, veía al Alto Perú como un proyecto inviable: pobre en recursos, débil en instituciones y destinado a ser anexado al Perú o a la Gran Colombia. Sin embargo, la élite criolla, con Antonio José de Sucre a la cabeza y el acta redactada por Mariano Serrano, sellaron la Independencia el 6 de agosto de 1825, bautizando al nuevo país con el nombre del padre que nunca quiso verla nacer.

De allí surge una orfandad emocional tatuada en la memoria colectiva: una república que emerge sin amor, marcada por la fragmentación y los clivajes étnicos, raciales y de clase que Zavaleta denominó como una suerte de “sociedad abigarrada”.

Lo que Luis Tapia denomina como “Estado gamonal” –patrimonialista, clientelar y personalista– se traduce en Bolivia como cultura política narcisista, con características que comparten tanto el norte como el sur.

Trump, condenado por abuso y con bizarras conexiones en redes de trata; Evo, con denuncias internacionales de estupro y trata, ambos gozan de impunidad.

Tras las elecciones de octubre, Bolivia ha sumado un nuevo actor decidido a calzar los mismos zapatos de Morales: Edmand Lara, vicepresidente electo, quien, desde antes de su posesión, no deja de hablar de sí mismo más que de la crisis económica. Se ha proclamado como la razón del triunfo de su dupla, desafía públicamente a su presidente, insiste en no ser “la quinta rueda del carro” y está movilizando gente para enfrentarse a Rodrigo Paz.

Su aspiración a convertirse en caudillo es evidente, pero tener simpatizantes en TikTok no equivale a tener bases ni militancia real.

El filósofo Byung–Chul Han señala que en la sociedad del rendimiento “la política sigue siendo antagónica al amor. Pero las acciones políticas tienen un ámbito que comunica con el Eros”, espacio fértil para los mecanismos de abuso e instrumentalización del deseo.

Estados Unidos y Bolivia, pese a sus diferencias, comparten heridas fundacionales de pueblos mal amados: en el norte, una nación erigida sobre el genocidio indígena convertido en mito de gloria; en el sur, un país nacido de un libertador que nunca quiso verlo independiente.

Guillermo O’Donnell evoca desde la “democracia delegativa” que estos liderazgos exigen fe ciega sin rendición de cuentas y sus pueblos, marcados por el trauma, repiten ciclos de maltrato y colonialismo interno en la búsqueda constante de su liberación.

Sin embargo, Badiou rememora que amar es mirar el mundo con los ojos del otro y nos recuerda que el amor en el liderazgo existe y puede ser la verdadera revolución: Mujica, Topolansky, Domitila Barrios, Mandela y Wałęsa probaron que la oscuridad también puede engendrar ternura, y que el verdadero poder implica el autogobierno, la consecuencia, humildad y austeridad. Porque, al final, ser revolucionario, víctima o victimario no es un destino, es una elección.

Patricia Chulver es especialista en cuerpo, poder y memoria en América Latina.



Tags:



BRÚJULA-colnatur diciembre-2024 copia
BRÚJULA-colnatur diciembre-2024 copia
Recurso 4
Recurso 4
ArteRankingMerco2025-300x300
ArteRankingMerco2025-300x300