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Política | 30/10/2025   06:40

|OPINIÓN|Por una diplomacia moderna|Alfonso Mansilla|

Se podría superar tanto la subordinación, como la confrontación simbólica, apostando por una inserción internacional inteligente, donde la independencia política se traduzca en capacidad real de decisión y no en gestos retóricos.

El edificio de la Cancillería de Bolivia. Foto ABI. Archivo.
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Brújula Digital|30|10|25|

Alfonso Mansilla

Soy de la idea de que hay que hacer algo más que combatir los malos argumentos con palabras. Se necesita un engranaje principal para poder desterrar narrativas qué durante décadas han hecho mucho daño a nuestro país. Políticas como el socialismo del siglo XXI, el indigenismo, Suma Qamaña o la diplomacia de los pueblos, solo han servido para nuestro aislamiento y rencor.

Parecería que despreciamos la modernidad. O, mejor dicho, nos han vendido como si no estuviéramos listo para renonocernos en una pluralidad más honesta y moderna. Como si no pudiéramos ser tolerantes, amables o serenos.

Nadie puede encararlas todas. Tarea ardua el desmantelar los andamios del rencor. Mi pequeña colaboración va hacia nuestra identidad en un mundo global.

Una modernidad basada en la promoción de la democracia, los derechos humanos y el desarrollo sostenible. Nuestros argumentos para el progreso. Eso es lo que va a hacer de este un bonito país, amable, tranquilo y próspero. 

La modernidad no pertenece a caudillos torpes (ese es otro gran tema), menos aún a identidades vengativas. Durante décadas hemos sufrido los caprichos de una ideología malsana. 

La diplomacia de los pueblos, fuertemente ideologizada, revestida de narrativas vengativas (pero coloridas), solo ha servido para retroceder a ningún pasado, mientras se nos escapa el futuro. En términos más amables diríamos qué fue folclórico/mediocre. Hemos engañado a más de un ingenuo europeo, sí, pero lo único que hicieron para mostrarnos en la vitrina del mundo fue bailar, todavía como un lamento que parecería que no va a terminar.

Modernizarnos es imperativo, necesitamos abrirnos al mundo y saludar a las diferentes visiones. Necesitamos compartir y crecer en una latinidad más cercana y amable.

Modernizar es un sopapo de humildad y honestidad, y anteponer intereses a ideologías. Significa tecnificar e igualar nuestra posición con relación a los demás, hacer de nuestra Cancillería una muestra de lo mejor de nosotros. 

Funesto Choquehuanca nunca quiso ver que esta forma de diplomacia, centrada en la solidaridad simbólica y el antiimperialismo retórico, ha mostrado limitaciones prácticas: reduce el margen de maniobra del Estado, dificulta la construcción de consensos amplios y tiende a reproducir dependencias. 

Además, en su afán de representar “la voz del pueblo”, a menudo excluye la complejidad real de los intereses nacionales y de las necesidades económicas de largo plazo. Poder abandonar esa política del lamento pachamamanico, tan acostumbrado en estos últimos 20 años, precisa tener la audacia de querer hablar con todos en igualdad. Querer ser un igual en las democracias modernas. 

Ahora bien, la realidad nos empuja a no perder tiempo en este nuestro siglo XXI. La multipolaridad, la crisis del orden liberal, la fragmentación de las alianzas tradicionales y otros conflictos que aparecen en el horizonte nos dejan aún un margen de maniobra amplio para poder sonreírle al futuro. 

En nuestro lenguaje corriente se dice simplemente llevarse bien con todos; en lenguaje técnico se denominamos no alineamiento activo. A diferencia del no alineamiento clásico del período de la Guerra Fría, que se definía principalmente por la neutralidad entre los bloques, la no alineación activa es concebida hoy como una postura dinámica, pragmática y soberana, orientada a la defensa de los intereses nacionales, sin caer en dependencias ideológicas ni en alineamientos automáticos. 

Se podría superar tanto la subordinación, como la confrontación simbólica, apostando por una inserción internacional inteligente, donde la independencia política se traduzca en capacidad real de decisión y no en gestos retóricos. 

La crítica a la diplomacia de los pueblos no implica rechazar la participación social en asuntos internacionales, sino advertir que la eficacia diplomática exige profesionalismo, estrategia y una lectura realista del sistema internacional.

Entiendo la política exterior como un instrumento de desarrollo y no como un escenario de rivalidades ideológicas importadas. Esta visión implica una diplomacia basada en la autonomía estratégica, donde la cooperación multilateral y la búsqueda de equilibrios sustituye a la subordinación a centros de poder. 

No se trata de “no tomar partido”, sino de actuar con flexibilidad, priorizando los intereses propios y la integración regional, mientras se contribuye a un orden internacional más basado en intereses comunes que en ideologías que han probado ser malsanas para nuestra identidad y futuro. 



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