Mientras las prácticas culturales sigan implicando clientelismo y hábitos cleptocráticos, el potencial para una gobernabilidad pluralista seguirá siendo eco en labios de nuevos rostros y viejos mesías.
Brújula Digital|28|10|25|
Patricia Chulver
El 20 de octubre, Bolivia despertó con el eco del himno del no tan extinto MIR resonando en redes –que en palabras de su autor, Pachi Ascarrunz, remontaba sus valores de insurgencia–. Algunos celebraban el fin de un ciclo socialista; otros el viraje tibio o la necesidad de un rostro nuevo en Lara. Pero más allá de lo evidente, cabe preguntarse qué tan novedosos son los actores y cuán cerrado está el ciclo.
La práctica democrática del pueblo boliviano es una de sus mayores virtudes. Su voluntad de acción, expresada en las urnas, rompió un bucle de dominio partidario prolongado. Sin embargo, más allá del déjà vu político –en el que las heridas del pasado se confunden con las esperanzas del presente– , estas elecciones revelan tres cosas: la nostalgia de una generación de exmiristas por revivir el sueño de la modernidad y el caudillismo; la búsqueda popular de un liderazgo nuevo que reproduzca rasgos autoritarios; y una cultura con poca capacidad de mirarse desde sus propias heridas de poder.
He pasado los últimos años estudiando la psicología social y las facetas del poder en las Américas. Las culturas hablan de sí mismas a través de los líderes que eligen, destronan y vuelven a elevar. Bolivia vive la política como un ciclo de repetición: busca una y otra vez liderazgos caudillistas.
El sociólogo Pedro Castro define al caudillo como audaz, talentoso, con escasa sensibilidad ética y dispuesto a decisiones extremas. Ante la falta de opciones, el país eligió entre lo que el arcismo – heredero directo del masismo– permitió, consolidando una competencia controlada. Donde ya hay un caudillo, la sucesión suele ser una promesa demagógica condenada al sacrificio público, como ocurrió con Evo Morales y Andrónico Rodríguez.
Las dos opciones finales en este balotaje encarnaban formas distintas de poder: una extrema derecha sustentada en la autoridad de las élites institucionales y otra en la legitimidad emocional de las masas, sostenida por un Rodrigo Paz que encarna una simbiosis de clase y vínculos con el populismo, acompañado de un fenómeno electoral popular articulado en torno a la figura de Lara.
Aunque es difícil distinguir, dentro del apoyo al PDC, quienes votaron específicamente por Lara, lo hicieron porque su figura refleja la tendencia boliviana a proyectar en él la promesa de renovación, encarnada en un nuevo rostro con una personalidad familiar. El factor Lara – cuyas declaraciones lo legitimaron como héroe y a la vez víctima ante sus simpatizantes –, sumado al voto nulo de tendencia evista, definió los resultados.
Ese dato revela más de lo visible: quiénes somos, cómo nos percibimos y qué esperamos de nuestros líderes.
El encantamiento del discurso político, la desacreditación de la disidencia, el castigo a las voces críticas y la necesidad constante de validación caracterizan a los caudillos populares, engranajes de un sistema más amplio: el político narcisista. Estos sistemas se alimentan de traumas colectivos no resueltos que condenan a los pueblos a repetir ciclos de maltrato y manipulación en favor de la permanencia en el poder.
Desde el historiador Christopher Lasch hasta el filósofo Byung-Chul Han, han analizado cómo ciertas estructuras culturales reproducen el narcisismo desde lo social hasta lo político. Este fenómeno se cristaliza en el caudillismo latinoamericano descrito por Castro o –en términos del cientista político G. O'Donnell– en las “democracias delegativas”.
La legitimidad del caudillo latinoamericano se funda en la tradición, la legalidad racional y el carisma: fuerzas que promueven la devoción al líder como a un mesías. Lo vimos con Evo Morales y hoy con el actual Vicepresidente, quien, sin ser aún un caudillo, comienza a perfilarse y a autopercibirse como uno.
Su ascenso sintetiza otro síntoma de nuestro tiempo: el populismo emocional disfrazado de autenticidad. Su carisma mediático y su capacidad de capitalizar el descontento desde la fe o la moral pública lo convierten en un espejo del electorado. Representa a quienes buscan en el liderazgo una víctima renacida en mesías, que termina convirtiéndose en victimario.
Bolivia, donde la impunidad es norma y la rendición de cuentas casi imposible –o sinónimo de persecución política–, tiene la obligación de mirarse a sí misma y asumir responsabilidad por sus elecciones. Comprender qué proyecta en el otro y qué de ese otro la representa. Escudriñar las heridas colectivas que reproducen traumas nacidos del autoritarismo, la violencia y la corrupción.
Nuestros pueblos parecen vivir el tiempo no como historia, sino como destino. Bolivia, al menos en este octubre, parece haber elegido nuevamente su destino antes que su historia. No porque elija mal –los pueblos no se equivocan–, sino porque el trauma político no resuelto se repite como eco generacional. El voto, entonces, no es solo un acto democrático, es también un síntoma.
Tzvetan Todorov, filósofo, advertía que el uso político del trauma –sea mediante el victimismo o la manipulación emocional– perpetúa el ciclo. Sanar exige restituir el sentido ético de la memoria, no usarla como arma identitaria. Mientras las prácticas culturales sigan implicando clientelismo y hábitos cleptocráticos, el potencial para una gobernabilidad pluralista seguirá siendo eco en labios de nuevos rostros y viejos mesías.
Patricia Chulver es directora de la Fundación Acción Semilla.