cerrarIMG-20250923-WA0008IMG-20250923-WA0008
BEC_ZAS_1000x155px
BEC_ZAS_1000x155px
Brujula Digital BancoSol PDF 1000x155px
Brujula Digital BancoSol PDF 1000x155px
Política | 21/10/2025   03:35

80 vidas rotas: el infierno de la carceleta de Villa Montes

Carlos es uno de los 80 jóvenes –el 41% de los 194 detenidos– que Bolivia ha decidido destruir sistemáticamente en una instalación diseñada para custodia transitoria de 72 horas, pero convertida en cámara de tortura psicológica donde permanecen un promedio de 10,3 meses sin sentencia condenatoria.

La Carceleta/Yacuiba
Banner
Banner

Brújula Digital|21|10|25|

Esteban Farfán/Especial/Yacuiba/Tarija

A las tres de la madrugada, cuando Villa Montes duerme bajo el manto estrellado del Chaco tarijeño, Joven C –llamémoslo Carlos, aunque ese no es su nombre real– despierta con el corazón galopando en el pecho como caballo desbocado. No puede respirar. Las paredes de cemento se cierran sobre él. Trece cuerpos más duermen amontonados en los veinte metros cuadrados de su celda. Ventanas pequeñísimas; el aire viciado, espeso de sudor, calor indecible y desesperanza entran a sus pulmones como vidrio molido.

“Siento que me voy a morir”, me confiesa días después, con los ojos hundidos de quien lleva once meses sin dormir bien. “El corazón me late rapidísimo, me falta el aire. Pienso que nunca voy a salir de aquí, que me voy a podrir”. Tiene 19 años. Le faltaban seis meses para graduarse de secundaria. Quería estudiar enfermería para ayudar a su madre enferma y de avanzada edad. Todo eso murió el día que cruzó la puerta de la carceleta pública.

Carlos es uno de los 80 jóvenes –el 41% de los 194 detenidos– que Bolivia ha decidido destruir sistemáticamente en una instalación diseñada para custodia transitoria de 72 horas, pero convertida en cámara de tortura psicológica donde permanecen un promedio de 10,3 meses sin sentencia condenatoria. Ochenta cerebros en pleno desarrollo neurológico –la ciencia nos dice que el cerebro humano no madura completamente hasta los 25 años– siendo bombardeados diariamente con trauma, violencia institucional, y la certeza devastadora de que el Estado que debería protegerlos ha decidido descartarlos como basura humana.

Foto de uno de los ambientes de la carceleta/Defensoría del Pueblo 

Los números no mienten, aunque quemen al pronunciarlos: en Villa Montes, ciudad benemérita, con 46.010 habitantes (INE, Censo 2024), la Carceleta Pública alberga a 194 personas en un espacio diseñado para menos de la cuarta parte. Las Reglas Mandela –ese conjunto de normas internacionales que Bolivia firmó y prometió cumplir– establecen un mínimo de 3,4 metros cuadrados por persona. En Villa Montes, la realidad es de 1 a 1,5 metros cuadrados. Imagínese: el espacio de una tumba para vivir y enloquecer lentamente.

Dos inodoros y dos duchas para más de 60 personas por sector. Agua de calidad muy cuestionable, poca presión. Dos comidas diarias cuyo valor nutricional es un chiste macabro. Cero atención médica general regular, mucho menos especializada. Cero asistencia y contención psicológica. Cero programas educativos formales. Cero actividades ocupacionales programadas. Cero oportunidades de trabajo. Solo el encierro brutal, las 24 horas, los siete días, los diez meses promedio que tarda un sistema judicial colapsado en recordar que estos jóvenes son ‘culpables’ hasta que se demuestre lo contrario.

Pero hay un dato que más me llamó la atención, que desgarra el alma más que cualquier otro: de esos 80 jóvenes, ninguno –escúchese/léase bien: NINGUNO– pertenece a familias acomodadas. Todos provienen de barrios periféricos, de familias pobres, muchos son migrantes recientes buscando trabajo atraídos por la fiebre del gas o que buscan suerte camino hacia la Argentina. El 87% tiene educación secundaria incompleta o menor. El 91.3% estaba desempleado o en empleos informales precarios. El 87% depende de defensores públicos o de oficios que cargan con 80 casos simultáneos y apenas pueden leer los expedientes 10 minutos antes de las audiencias.

La conclusión es obscena e indecente pero innegable: en Bolivia, la pobreza es un delito que se castiga con prisión preventiva. Como sentenció el criminólogo argentino Eugenio Raúl Zaffaroni: “El sistema penal latinoamericano selecciona clientela según un patrón de clase, etnia y edad. No criminaliza conductas, criminaliza personas vulnerables”.

Declinación mental

“Mi hijo ha cambiado completamente”, me dice Marta –otra identidad protegida– con lágrimas rodando por sus arrugadas mejillas por el hondo y alargado dolor, que han llorado tanto que parecen surcos en tierra seca. “Era un niño alegre, conversador, inquieto. Ahora cuando lo visito está callado, apagado, con los ojos tristes, angustiado, perdido. A veces llora sin razón. Me dice que no tiene ganas de vivir. Tengo miedo que tome una decisión fatal”.

Lo que Marta describe no es melancolía pasajera. Es el trauma del encierro, un síndrome clínico documentado extensamente en la literatura especializada. Craig Haney, psicólogo forense de la Universidad de California, ha demostrado que la exposición prolongada a ambientes carcelarios genera alteraciones estructurales en la amígdala, el hipocampo y la corteza prefrontal –las regiones cerebrales responsables de la regulación emocional, el control de impulsos y la planificación del futuro.

Cuando Laurence Steinberg, neurocientífico de la Universidad de Temple y autoridad mundial en desarrollo adolescente, afirma que “el encarcelamiento durante la adolescencia y juventud temprana interfiere con procesos críticos de maduración cerebral, generando daños potencialmente irreversibles”, no está haciendo metáforas. Está describiendo exactamente lo que sucede cada día en Villa Montes.

Los datos de esta investigación lo confirman: el 88,2% de los jóvenes entrevistados reportan ansiedad severa con ataques de pánico. El 76,5% presentan síntomas depresivos compatibles con trastorno depresivo mayor. El 29,4% han tenido ideación suicida, dos con planes específicos, uno con intento interrumpido por compañeros de celda. El 100% sufre insomnio crónico. El 64,7% han desarrollado patrones de irritabilidad y agresividad que no existían antes del encierro.

Y ninguno ha recibido evaluación psicológica formal ni tratamiento especializado, mucho menos contención. Es como si el Estado boliviano hubiera decidido realizar un experimento masivo de destrucción psicológica intencional con jóvenes pobres, documentando científicamente cuánto trauma puede soportar un cerebro de 19 años antes de romperse definitivamente.

“El encierro lo está volviendo loco”, solloza María, otra madre entrevistada. “Me dice que escucha voces, que siente que lo persiguen, que lo quieren matar. Le encargué al guardia que llamen a un doctor cuando tenga crisis, pero me dijeron que no había. Tengo miedo de que se suicide o que cuando salga ya no sea como antes, sea otra persona”.

Ese miedo maternal está fundamentado: la investigación internacional muestra que las tasas de suicidio en población carcelaria juvenil son tres a cinco veces superiores a la población general. Cada noche que un joven pasa en esa carceleta sin atención psicológica es una apuesta de ruleta rusa con su vida.

Máquina trituradora de futuros

“Estaba en el instituto técnico tecnológico estudiando mecánica automotriz, en Yacuiba”, me revela Miguel, 22 años, quince meses detenido preventivamente. “Era buen estudiante, estaba becado. Perdí todo. El instituto no me va a readmitir porque firmé un documento de buena conducta. Mi futuro estaba en esos estudios, era mi oportunidad de tener un trabajo decente. Ahora voy a tener que trabajar en lo que sea, si es que alguien me da trabajo”.

El economista Gary Becker, Premio Nobel 1992, demostró que cada año de educación incrementa el ingreso futuro entre 7% y 15%. La privación de libertad durante años críticos de acumulación de capital humano produce pérdidas económicas individuales que se extienden por toda la vida. Investigaciones de David Kirk y Robert Sampson en la Universidad de Harvard documentan que el encarcelamiento juvenil reduce en promedio 1.5 años la escolaridad final, disminuye en 40% la probabilidad de completar la educación secundaria, y reduce entre 25% y 30% los ingresos laborales futuros.

De los 17 jóvenes entrevistados en profundidad para este reportaje, 11 (64,7%) estaban cursando educación secundaria o terciaria al momento de la detención. Los once abandonaron. Ninguno tiene acceso a educación dentro de la carceleta, violando el Artículo 38 de las Reglas de La Habana: “Todo menor en edad de escolaridad obligatoria tendrá derecho a recibir una enseñanza adaptada a sus necesidades”.

Los cuatro que tenían empleos formales o informales estables los perdieron todos. Como me dice Pedro, 23 años: “Trabajaba en una tienda de repuestos. Cuando me detuvieron me despidieron inmediatamente. Mi jefe me dijo que no podía tener empleados con problemas con la justicia. Ahora cuando salga ¿quién me va a contratar sabiendo que estuve preso?”

La respuesta la tiene Devah Pager, socióloga de Princeton: sus estudios experimentales demuestran que tener antecedentes penales reduce en 50% las probabilidades de recibir respuesta a solicitudes de empleo. En un municipio pequeño como Villa Montes, donde todos se conocen y la información circula rápidamente, el estigma opera con aún mayor ferocidad y crueldad.

“¿Qué voy a hacer cuando salga?”, me pregunta vehementemente Luis, 21 años. “No tengo estudios, no tengo experiencia laboral, y todos saben que estuve preso. Pero aquí dentro he conocido gente que me puede ayudar a conseguir plata rápido, de otras formas. No es lo que quería, pero parece que no tengo otra opción”.

Esta es la profecía autocumplida del encarcelamiento: el sistema penal, supuestamente diseñado para prevenir la delincuencia, crea las condiciones estructurales que garantizan la criminalidad futura. Como escribió el criminólogo italiano Alessandro Baratta, “la cárcel no resocializa, desocializa; no reeduca, enferma; no rehabilita, estigmatiza”.

El infierno que nadie ve

Pero más allá de las estadísticas y las teorías académicas, está el infierno cotidiano que pocos bolivianos imaginan. Durante cuatro meses documenté una realidad que desafía la descripción:

Policías que cobran por todo, que todos los días usan las reglas internas para extorsionar abiertamente. 50 bolivianos por una visita conyugal –en una celda infesta– para que una pareja pueda tener intimidad. Dinero para el guardia policial por introducir una mesa con dos sillas u otros artefactos como una ventiladora, una licuadora, una garrafa, un televisor; muchos alimentos decomisados en la puerta, que desaparecen en manos de los guardias, herramientas de trabajo, medicinas para un enfermo. Como me confiesa un joven que prefiere no identificarse: “Si no tienes plata, estás rejodido, aquí todo se resuelve al tiro con plata en mano. Todo se negocia con dinero en la mano. Hay compañeros que están enfermos graves y no los atienden porque la familia no puede pagar sus medicamentos o un médico”.

Esta corrupción sistemática no es obra de unos cuantos policías psicópatas y corruptos. Es una estructura institucionalizada de extorsión a los más vulnerables de la sociedad. Cuando Michel Foucault escribió que “la prisión fabrica delincuentes”, describe precisamente esto: un sistema que perpetúa la criminalidad porque la criminalidad le es funcional, económicamente rentable para quienes la administran, es un jugoso negocio.

Las familias están sangrando económicamente. Marta (nombre ficticio) vende empanadas en una de las aceras de la Feria del Barrio Ferroviario para sobrevivir después de perder su empleo de trabajadora del hogar porque no le daban permiso para las visitas, los jueves. Gasta mínimo 200 semanales para dar a su hijos en comida, jabón, papel higiénico, ropa. Otra madre se endeudó en 10.000 bolivianos para pagar un abogado privado que no logró nada. El 100% de las siete madres entrevistadas reportan sobrecarga económica, el 100% deterioro de salud mental con ansiedad y depresión, el 85,7% estigmatización social en sus barrios.

“Los vecinos me miran raro, cuchichean cuando paso”, cuenta Rosa. “En el colegio de mi hija menor, otros padres pidieron que la cambien de salón porque es 'hermana de un preso por violación'. Es injusto, ella no tiene culpa de nada”.

El estigma es radioactivo, contamina todo lo que toca. Como documentó el sociólogo Erving Goffman en su obra seminal sobre la identidad deteriorada, el encarcelamiento genera una marca indeleble que persigue no solo al detenido sino a su familia entera, convirtiéndolos en parias sociales.

La complicidad de la indiferencia 

¿Cómo llegamos aquí? ¿Cómo es posible que en un Estado que se proclama Social, Comunitario y Plurinacional, inspirado en el grupo más vulnerable de la sociedad como los indígenas, marginados y los pobres, fundado en la justicia social y la dignidad humana, estemos destruyendo sistemáticamente a nuestra juventud más vulnerable?

La revisión de 23 expedientes judiciales revela este patrón: la detención preventiva –que la Constitución Política del Estado establece como excepcional– se aplica como regla en el 73,9% de los casos por más de seis meses, y en el 34,8% por más de doce meses. Dos casos excedieron los 18 meses que el Código de Procedimiento Penal establece como límite absoluto.

Las resoluciones judiciales que imponen detención preventiva son ejercicios de copy-paste: “peligro de fuga” aplicado automáticamente a cualquier joven pobre o migrante, “peligro de obstaculización” sin evidencia concreta, “alarma social”, un concepto que ni siquiera existe en el Código como fundamento legal. Como me confesó un juez muy suelto de cuerpo bajo condición de anonimato: “A veces hay presión social, de los medios, de la víctima. Si no decretas detención preventiva te acusan de estar protegiendo a delincuentes. Es más fácil y cómodo decretar la detención y que el problema quede en manos del fiscal”.

Ninguno de los 23 expedientes contiene evaluación técnica de viabilidad de medidas alternativas. Cero consideración de la detención domiciliaria, presentación periódica de firmas, prohibición de salir del país, prohibición de concurrir a determinados lugares, prohibición de comunicarse con las personas determinadas, arraigo o garantía personal solvente, o cualquiera de las alternativas que contempla el Código o determine el juez. Como reconoció un fiscal: “No tenemos protocolos ni recursos para aplicar medidas alternativas. ¿Monitoreo electrónico? No existe. ¿Supervisión comunitaria? ¿Quién la hace? Entonces la única opción real es: prisión preventiva o libertad sin condiciones”.

El sistema de justicia boliviano ha convertido la excepción constitucional en la regla por defecto, no por evaluación jurídica sino por vacío de alternativas, incapacidad institucional, y –digámoslo claro– porque para el Estado es más fácil y cómodo encerrar pobres que diseñar respuestas efectivas a conflictos sociales complejos.

Como denunció el juez español Luis Rodríguez Ramos: “La prisión preventiva es la mayor perversión del derecho penal moderno: castigar antes de juzgar, condenar sin sentencia, destruir vidas en nombre de una justicia que llega siempre demasiado tarde”.

Llamado urgente 

A la Defensoría del Pueblo: A ejercer su mandato constitucional con más eficiencia y resultados. Someter a La Carceleta a una auditoría integral de DDHH. Documentar las violaciones. Perseguir criminalmente todos los actos de corrupción policial. Presionar por el cierre de La Carceleta como existe hoy.

A la Asamblea Legislativa: Reformar la Ley de Ejecución Penitenciaria de 1993 y adecuarla a las Convenciones. Priorizar la justicia restaurativa. Limitar la detención preventiva. Establecer obligaciones de educación, contención y capacitación en cárceles.

A los Juzgados y Tribunal Constitucional: Utilizar la jurisprudencia de Corte IDH para proteger los derechos de los detenidos. Exigir respeto al debido proceso. Anular las detenciones que excedan los límites legales.

A la Sociedad civil: Movilizarse y presionar. Demandar cambios. Vigilar, involucrándose como veedores, en el sistema carcelario. Exigir transparencia en la administración del sistema penitenciario. Acompañar a los jóvenes liberados. Presionar a los gobiernos locales y nacional.

A los medios de comunicación: Poner el reflector en todas nuestras cárceles, visibilizando lo que sucede por dentro, acompañando a las organizaciones de derechos humanos.   

A los ciudadanos: Reconocer que justicia fragmentada nos afecta a todos. Que si toleramos criminalización de pobres, la democracia se erosiona para todos. Que los jóvenes en Villa Montes son nuestros hermanos, nuestros hijos, nuestro futuro.

El momento es ahora

Mientras escribo estas líneas, Carlos despierta nuevamente a las tres de la madrugada con el corazón desbocado y la certeza de que va a morir en esa celda. Miguel pierde otro día sin poder estudiar mecánica automotriz. Luis se convence cada vez más de que su único futuro está en la economía ilícita. Marta llora en silencio preguntándose si volverá a ver a su hijo con los ojos llenos de esperanza que tenía antes.

Ochenta vidas destruyéndose en tiempo real. Ochenta familias están sangrando económica y emocionalmente. Ochenta futuros convirtiéndose en pasado sin haber tenido oportunidad de ser presente.

Como escribió Howard Zehr, padre de la justicia restaurativa: “La pregunta no es qué castigo merece el ofensor, sino qué necesita la víctima para sanar, qué necesita el ofensor para responsabilizarse, y qué necesita la comunidad para restaurar la paz”.

O como sentenció Nelson Mandela, quien conoció el horror del encierro: “Nadie nace odiando. Si pueden aprender a odiar, pueden aprender a amar, porque el amor llega más naturalmente al corazón humano que su contrario”. Las Reglas Mandela llevan su nombre precisamente porque Mandela sabía que el encierro debe ser humano, para que no reproduzca el odio y resentimiento.

Bolivia está en una encrucijada. Podemos seguir destruyendo a nuestra juventud pobre con la complicidad del silencio, perpetuando estructuras coloniales de exclusión que criminalizan la pobreza y blanquean la violencia institucional. O podemos tener el coraje de reconocer que este sistema no funciona, que nunca funcionó, que no va más y que es hora de construir algo radicalmente diferente.

Los 80 jóvenes de Villa Montes nos están mirando. La historia nos juzgará por lo que hagamos ahora. O transformamos este sistema o nos convertimos en cómplices de un crimen de Estado que destruye futuros, tritura esperanzas, y mata almas en nombre de una justicia que ha olvidado su propósito fundamental: proteger la dignidad humana.

El silencio es complicidad. La indiferencia es crueldad. La hora de actuar es ahora. Yo no me quedaré de brazos cruzados. Si este artículo te impactó, acompáñame. Podemos provocar el cambio.

 Esteban Farfán es periodista/farfanopina@gmail.com/591- 69352073





BRÚJULA-colnatur diciembre-2024 copia
BRÚJULA-colnatur diciembre-2024 copia
Recurso 4
Recurso 4
ArteRankingMerco2025-300x300
ArteRankingMerco2025-300x300