¿cómo escapar de esta trampa autogestionada? Mientras no lo hagamos, seguiremos aplaudiendo desde la tribuna, exigiendo paz, pero celebrando la guerra.
Brújula Digital|30|09|25|
Mauricio Antezana Villegas
Por qué seremos así, ¿no?, se pregunta uno frente a la escena electoral boliviana, a tres semanas de la segunda vuelta. Porque así nomás es, –se responde– y esito sería. ¿Pero por qué somos así, como somos? Desde luego que en estos pocos párrafos, ni en otros muchos, me propondría seriamente la tarea de contestar semejante interrogación. Lo que sigue son apenas algunas ideas que quisieran ser –si alcanzan– probables y aplicables al análisis de la coyuntura electoral.
Wilhelm Reich, en La psicología de masas del fascismo (1933) rebuscó respuestas a cuestiones parecidas. En la familia patriarcal alemana, rígida y autoritaria, creyó encontrar el molde de subjetividades dispuestas a obedecer y transformar la represión en virtud. La política, desde esa lente, no es solo un juego de propuestas, sino la cristalización de hábitos y miedos incubados en la vida cotidiana.
Freud, antes y por su lado, en Psicología de las masas y análisis del yo (1921) sostenía que la multitud encuentra alivio al identificarse con un líder fuerte, aunque, al mismo tiempo, reniegue de esa sumisión.
Si miramos a Bolivia en su segunda vuelta electoral con esas claves aparece un espejo inquietante: pedimos campañas propositivas, pero celebramos la confrontación; exigimos diálogo, mientras consumimos con frenesí la violencia verbal que decimos rechazar. Apenas se oye al susurro democrático que pide cultura de paz.
Cuanto más duele la vida social, tanto más espectáculo demandamos, y cuanto mayor es la fanfarria, más sube la vara de la tolerancia y la contienda electoral, imparable, se intoxica.
Esta paradoja – que no es únicamente boliviana– debe haberse incubado en los tejidos de nuestra historia: exclusión social estructural, inequidad económica y dependencia externa trenzaron un bucle en el que conviven reclamos de justicia, luchas sociales, resentimientos antisistema y sensibilidad al discurso del orden. ¿Será por eso que Jorge Quiroga promete estabilidad y préstamos internacionales; mientras Rodrigo Paz matiza lo mismo con tosca ambigüedad? Ambos, en el fondo, dialogan con los bordes emocionales de una misma herida colectiva que no acaba de cerrar.
En paralelo, los medios de comunicación acusan su propio desgaste. Durante décadas se pensaron, y varios de ellos lo fueron, guardianes de la democracia: denunciaron dictaduras y abusos, generaron debates públicos, promovieron el respeto a los derechos humanos. A lo mejor, llevados por ese impulso ético, algunos incurrieron en el púlpito esperando que su palabra fuera asumida como ley. Sus probables demasías, para unos, y omisiones inaceptables, para otros, así como la súbita irrupción disruptiva de las redes sociales, que “democratizaron” todo, fueron encogiendo su hegemonía. Lo que antes era doxa mediática –en palabras de Bourdieu– hoy es apenas una opinión más, cuestionada o incluso rechazada por comunidades enteras.
Así, las denuncias mediáticas de “guerra sucia”, aunque justificadas, parecen condenadas al síndrome de Juan Bautista en el desierto: nobles en intención, impotentes en efecto, destino que comparten los ya rendidos clamores de muchos analistas.
Si los medios han perdido el púlpito, las redes sociales han reseteado la – debe. Allí se mezclan indignación, humor, memes, fake news –y un goteo de información analítica inocuo– que no busca deliberar, sino polarizar e intensificar. El algoritmo premia lo que genera clics, y lo que más clics provoca son insultos veloces, videos fugaces y dardos virales.
Como advirtió Sartori en Homo videns (1997), la imagen reemplaza a la idea: basta un meme para desactivar una propuesta de 200 páginas.
Las redes sociales cumplen así la función del coliseo romano que la sociedad herida demanda: un lugar anónimo para azuzar el espectáculo y, cuanto más sangrante, mejor. Antes corría sangre, ahora corre reputación. Y la paradoja boliviana encuentra allí su ámbito perfecto: pedimos paz mientras activamos, vergonzante o desenfadadamente, la conflagración.
Ni medios ni redes son neutrales. Ambos se alimentan de la economía política de la atención: periódicos y radios que necesitan vender, canales que buscan rating, plataformas hambrientas de clics. El producto no son solo las noticias; somos nosotros, atrapados en emociones que aseguran permanencia frente a las pantallas.
Por eso la “guerra sucia” no es un accidente, sino el combustible que mantiene la maquinaria en marcha. De ahí que incluso, en las entrevistas y los debates televisados, estemos más atentos a los arrebatos que a los planteamientos. Lo mismo ocurre con los exabruptos en TikTok o los videos manipulados en Facebook. Como ironizaría Habermas, la esfera pública se ha convertido en un gigantesco talk show en el que el aplauso se mide en likes y la deliberación en trending topics.
A lo mejor las y los bolivianos seamos así porque fuimos educados en la ambivalencia: desconfiar y, a la vez, fascinarnos con el poder; valorar la democracia, pero vibrar con el gesto autoritario. Y porque medios con variable tono de corrección política y redes con su frenesí refuerzan esa disposición una y otra vez.
Por eso la segunda vuelta en Bolivia no se perfila como un duelo de programas, sino como una final de gladiadores. Hacia donde se proyectan miedos y fantasmas colectivos, frustraciones nacionales, resentimientos sociales y ansias de venganza que encuentran en la arena electoral una forma de catarsis o de redención parcial.
Allí deben rodar reputaciones y desmoronarse poderes para que, al final, todo se reproduzca con mayor intensidad, aunque ya sabemos que el resultado de las elecciones nos regale una calma apenas aparente. En el fondo, antes y después de todo, sabemos lo que como ciudadanos tal vez no queremos admitir: lo que moviliza votos no son las ideas, sino la adrenalina.
Con la estridencia que probablemente irá inflamando, más la atmósfera a medida que se acerque el balotaje, el electorado irá a las urnas. Falta saber si lo hará, aunque sea por un punto más, por el que algunos llaman clivaje o “voto económico” (crisis, combustible, dólares, precios, escasez) o polarizará, optando por quienes denominan “voto político” (renovación, antisistema, identidad, popularidad). Eso está por verse y es asunto de otra reflexión.
Mientras, Juan el Bautista seguirá clamando en el desierto. Nietzsche quizá tenía razón: cuanto más duele la vida, más buscamos refugio en el espectáculo. La pregunta ya no es solo ¿por qué seremos así? ¿no?, sino ¿cómo escapar de esta trampa autogestionada? Mientras no lo hagamos, seguiremos aplaudiendo desde la tribuna, exigiendo paz, pero celebrando la guerra.
Mauricio Antezana Villegas es docente universitario.