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Política | 18/09/2025   02:45

|OPINIÓN|Chutos, ladrones y la política de comisaría|Marco Agramont|

Porque un país que convierte lo ilícito en política pública está condenado a vivir, no como república, sino como un vasto mercado negro donde la impunidad cotiza más alto que la justicia.

Un grupo de vehículos denominados Chutos. Foto ABI Archivo.
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Brújula Digital|18|09|25|

Marco Agramont

Participé en el conversatorio: Política exterior Bolivia–Chile, una lectura del escenario internacional, organizado por la Universidad Católica Boliviana. Fui invitado por el Consulado General de Chile.

Fue un paréntesis estimulante en medio del ruido electoral. Afuera, el griterío y las ferias de autos indocumentados; adentro, voces que hablaban de integración regional, de fronteras como oportunidades y no como heridas abiertas. La paradoja, sin embargo, rozaba lo grotesco: no hubo candidatos. 

Ninguno de los que pretenden gobernarnos apareció para debatir sobre política exterior o sobre la relación con Chile y Perú. Estaban los académicos, los diplomáticos y algunos viceministerios del actual gobierno, cuya participación se limitó a un estribillo autocomplaciente: que todo marcha bien, que la gestión ha sido impecable. Una letanía hueca, incapaz de esconder la realidad.

Por eso, la ponencia del Jorge Sanz brilló con luz propia. Con la serenidad del académico y la precisión del técnico, habló de lo que casi nadie quiere hablar en la plaza pública: gobernanza fronteriza. Propuso la creación de un consejo binacional de gobernanza local fronteriza, con participación de técnicos y comunidades, capaz de mediar conflictos, administrar proyectos de desarrollo y generar confianza. 

Y fue más lejos: sugirió que el Desaguadero–Puno debería pensarse en clave trinacional, incorporando a Perú, además de Chile y Bolivia. Recordó que “no hay frontera más segura que una frontera económicamente activa”, y con esa frase nos devolvió la idea de que la política exterior no se construye con discursos ni con banderas agitadas, sino con proyectos, con empleo, con desarrollo.

Mientras tanto, la política criolla sigue atrapada en discusiones de comisaría. Los candidatos compiten por ver quién promete primero legalizar los chutos, distinguiendo con un candor insultante entre autos ingresados ilegalmente y autos robados, a los que responden con un simple “NO”. Ese “NO” vacío ignora la ley, los tratados internacionales y la moral más básica.

Las consecuencias ya son visibles. En Arica, los robos de autos aumentaron un 185% tras el anuncio boliviano. En El Alto y Oruro, los precios de los chutos se dispararon, enriqueciendo a especuladores y arruinando a los formales. 

Más lúcido resultó el transporte pesado, que rechazó la medida por destructiva. Es irónico: quienes cargan con las carreteras entienden mejor que los políticos que un país no se construye bendiciendo delitos. El ministro chileno Álvaro Elizalde lo dijo con claridad: “Legalizar incentiva más ilícitos”. Parlamentarios calificaron la propuesta de inaceptable. Y, sin embargo, el candidato boliviano que la lanzó no se retractó, insinuando incluso que Carabineros estaría implicado en los robos y defendiendo su planteamiento como “movilidad popular”.

Una irresponsabilidad que se volvió bochorno diplomático. La podredumbre también está en casa. Al menos 130 policías han sido acusados de participar en redes criminales. El caso más vergonzoso: el excomandante de Uyuni, Raúl Cabezas, sorprendido con un auto robado en Chile y luego sobreseído. 

Recientemente, policías bolivianos fueron enviados a prisión en Chile y otros cinco procesados en Bolivia. Conviene ser justos: no todos son corruptos, muchos cumplen su deber; pero los escándalos de unos pocos dañan a toda la institución. Y la ciudadanía teme que solo los rangos bajos paguen, mientras las verdaderas cabezas quedan intocables.

En este contexto, Jorge Tuto Quiroga repitió una obviedad: “Lo robado no se legaliza, se devuelve”. Sí, es cierto, pero convengamos que se trata de una obviedad tan infantil que cualquiera podría escucharla en boca de una criatura de cuatro años que acaba de aprender la diferencia entre lo suyo y lo ajeno. Lo inquietante es que la política boliviana celebre como revelación lo que en cualquier sociedad seria se asume como axioma moral. 

Lo urgente no es recitar catecismos, sino debatir cómo desmontar las mafias, cómo coordinar con Chile y Perú, cómo proteger el abastecimiento interno que también ponen en riesgo estos autos ilegales, incluso los aparentemente inofensivos chutos.

No necesitamos populistas que disputen quién prometió primero, sino estadistas que eleven el debate y diseñen políticas a la altura del problema. Y entonces surge la pregunta amarga que dejó flotando Sanz: ¿Por qué la política boliviana discute tan poco las ideas y se entretiene en discusiones de comisaría? Porque mientras la academia habla de gobernanza y desarrollo trinacional, los candidatos rifan ilegalidades como premios de kermés. Porque mientras la ley exige devolver lo robado, aquí nos conformamos con un “NO” vacío. 

Porque mientras un profesor nos recuerda que la frontera puede ser motor de prosperidad, la política criolla insiste en convertirla en botín de contrabandistas. 

Bolivia no necesita más amnistías disfrazadas de soluciones sociales ni autoridades actuales que repitan autocomplacientes que todo marcha bien; necesita instituciones sólidas, policías respaldados por su honestidad y no sacrificados como chivos expiatorios, jueces que no sobresean comandantes sorprendidos con autos robados, y candidatos capaces de elevar el debate hacia políticas públicas nacionales y de política exterior que nos devuelvan protagonismo positivo en la comunidad internacional.

La verdadera madurez política – esa que evocó Sanz al hablar de los bicentenarios de Bolivia y Chile– consiste en enfrentar la ilegalidad con creatividad, con ley y con cooperación. No en legalizarla con decretos para cosechar votos fáciles. Porque un país que convierte lo ilícito en política pública está condenado a vivir, no como república, sino como un vasto mercado negro donde la impunidad cotiza más alto que la justicia.



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