Brújula Digital presenta una nueva entrega del Plan Bicentenario de la Fundación Milenio 2025, una propuesta integral para enfrentar la crisis económica, social y política de Bolivia, con motivo de los 200 años de su independencia.
Brújula Digital|04|07|25|
Con la Constitución de 2009, y los cambios en la estructura organizacional del Poder Ejecutivo, en Bolivia está vigente un modelo de fiscalización y control de las actividades que llevan a cabo personas naturales y jurídicas en varios sectores económicos. Aquella función compete a las llamadas Autoridades de Fiscalización y Control Social, las cuales han reemplazado a las superintendencias del Sistema de Regulación Sectorial (SIRESE) y del Sistema de Regulación Financiera, creados en 1994 y 1996, respectivamente.
La regulación es necesaria para un buen funcionamiento de la economía, siempre y cuando pueda brindar y operar con reglas claras y equitativas, con mecanismos de seguridad jurídica para las empresas y con beneficios tangibles para los usuarios y consumidores. Pero, lamentablemente, no es esta la situación que impera en Bolivia. Al contrario, la implantación del modelo de control y fiscalización, subordinado al poder político, ha supuesto la devaluación de la función reguladora, su extrema politización y su empobrecimiento técnico profesional.
También hay que decir que esta condición degradada de la regulación es propia de economías de capitalismo de Estado en las que el principio de la neutralidad no cuenta, ya que el Estado interviene en el mercado como jugador privilegiado y deviene en juez y parte de las disputas o controversias en las relaciones económicas, y en las interacciones de las empresas con la administración pública. Ilustremos algunas de sus consecuencias:
a) Distorsión de los fines de la regulación. La falta de transparencia, las decisiones discrecionales, los procedimientos engorrosos, el afán extorsivo en muchas fiscalizaciones, tienen efectos asfixiantes para las empresas y provocan incertidumbre en los usuarios de los servicios.
b) Sobrerregulación burocrática. Existe una sobre carga regulatoria que multiplica las obligaciones empresariales formales, generándose un círculo vicioso y perverso donde el ente fiscalizador emite normas, juzga, sanciona y destina las multas impuestas para su propia subsistencia material.
c) Déficit de institucionalidad. Es notoria la falta de normas, principios, valores y procedimientos para que el sistema funcione con independencia de intereses personales, corporativos y/o políticos. Esta falencia tiene su correlato en la vulneración del debido proceso y de la cual son víctimas propiciatorias las empresas privadas, en contraste notorio con el trato suave y laxo a las estatales.
d) Falta de idoneidad profesional. Los funcionarios de las oficinas de fiscalización, mayormente improvisados, sin formación especializada, carecen de una comprensión correcta de la información que deben procesar. Sus resoluciones están desprovistas de fundamentación técnica, muchas veces son incoherentes y a veces ni siquiera se transparentan ni publican, dificultándose su seguimiento.
Todo ello ha hecho del modelo de fiscalización y control un chaleco de fuerza para las empresas y es, por lo tanto, incompatible con el propósito de reanimar y fortalecer la actividad económica.
Mejorar la calidad regulatoria
Como parte de la estrategia de transformación productiva y revolución exportadora consideramos necesario construir una política de mejora de la calidad y la eficiencia regulatoria, rescatando lo mejor de la experiencia nacional e internacional en la materia. Esta política debe apoyarse en las siguientes premisas.
a) Eficiencia y competencia. Está demostrado que la competencia en el mercado genera oportunidades de desarrollo empresarial e incentivos a la innovación. La eficiencia y la competencia van de la mano. Una buena regulación tiene el potencial de facilitar la actividad económica (no frenarla ni entorpecerla); reducir costos de transacción, dar certidumbre, proteger los derechos de las empresas y usuarios, estimular la gobernanza corporativa, promover la formalización de las unidades económicas. Dicho esto, es lógico que la regulación abarque a todas las empresas privadas y públicas en los sectores regulados, sin tratamientos diferenciados que resientan la sana competencia en el mercado.
b) Regulación independiente. En una economía mixta como boliviana, el Estado ejerce potestades regulatorias, pero también actúa como proveedor y competidor. Como resulta evidente, esta doble condición conlleva el riesgo de que el Estado sea juez y parte, y tome decisiones contrarias al interés general. La forma de prevenir este riesgo es que la función regulatoria esté delegada a un organismo dotado de autonomía efectiva, real, no solo retórica. El regulador debe ser independiente frente a los poderes políticos, económicos y otros grupos de interés. En contrapartida, el regulador tiene que responder por sus decisiones y rendir cuentas de sus actuaciones.
También es necesario fortalecer la vía contencioso-administrativa para la resolución de las controversias con sujeción a la ley y con plena garantía del debido proceso.
c) Regulación institucionalizada. El paso de un esquema de fiscalización y control burocrático y político a un renovado sistema de regulación institucionalizada y especializada, en sectores claves de la economía, debe forzosamente racionalizar y optimizar los recursos, simplificar procedimientos, bajar los costos de transacción. Los procesos de regulación pierden sentido cuando conllevan costos excesivos, redundancias o duplicidades en la administración pública.
De hecho, no hay ninguna razón para que los entes reguladores queden eximidos de ser evaluados por los resultados de sus actuaciones, los costos y beneficios de las normas aplicadas. En lo posible, y como es habitual en la práctica de los países desarrollados, dicha evaluación debe ser realizada por expertos independientes. Esto ayudará a una mejora continuo en los procesos regulatorios.
d) Regulación para beneficio de todos. No se trata de debilitar la regulación, y menos eliminarla. Lo que hay que lograr es un equilibrio entre el mercado y el interés público; de corregir las fallas tanto de mercado como de gobierno. Una regulación apropiada y eficiente ayudará, sin duda, a resolver males crónicos de la administración pública como la burocracia excesiva, el gasto fiscal desmedido, los servicios públicos deficientes o los riesgos de corrupción funcionaria.
También las empresas estatales deben encontrar en la regulación el marco normativo e institucional que pueda empujarlas a superarse, hacerse más competitivas, dotarse de mejores capacidades gerenciales. Un resultado así libraría al erario del costo de subsidiar empresas deficitarias.
Ley de regulación económica y financiera
Para implementar un nuevo sistema de regulación económica y financiera, eminentemente técnico y debidamente institucionalizado, es necesaria una ley en la materia; que defina el marco general de supervisión y regulación de los sectores de telecomunicaciones, electricidad, hidrocarburos, transportes, aguas y otros, conforme a sus respectivas normas sectoriales.
Las disposiciones de esta ley deberán ser adecuadas para que las actividades reguladas operaren con eficiencia y transparencia, aporten al desarrollo económico, permitan el acceso a los servicios públicos y que los intereses de usuarios, empresas y Estado estén protegidos de acuerdo con la ley.
Las funciones de supervisión y regulación deberán ser ejercidas por un regulador general y reguladores sectoriales; constituidos como órganos autárquicos y personas jurídicas de derecho público, con jurisdicción nacional, autonomía de gestión técnica, administrativa y financiera. La máxima autoridad del organismo de regulación general (competente para atender los recursos jerárquicos) deberá que ser designado por el presidente del Estado, de terna propuesta por dos tercios de votos de los miembros presentes de la Cámara de Senadores, por un período de al menos siete años. El mismo procedimiento de designación debe aplicarse a los responsables sectoriales.
De este modo, los reguladores tendrán la jerarquía, autoridad y legitimidad para un correcto desempeño de sus funciones. La máxima autoridad del ente de regulación general tendrá la obligación de presentar informes anuales a la Asamblea Legislativa sobre la situación del sistema de regulación y con respecto al ejercicio de sus funciones.
También la ASFI tendrá que ser reconstituida como órgano de regulación del sistema financiero, con las cualidades de independencia institucional y alta profesionalidad.
Finalmente, la nueva ley deberá disponer que los órganos del sistema de regulación se financien con tasas y otros recursos indicados en las disposiciones legales respectivas.