En plena campaña electoral, todos los candidatos prometen entregar Bolivia al agronegocio cruceño. Pero la historia demuestra que este sector no salva economías, sino que utiliza las crisis para acumular riqueza y poder en pocas manos.
Brújula Digital|03|07|25|
Stasiek Czaplicki / Suzanne Kruyt / José Octavio Orsag / Blanca Rivero / Huáscar Salazar
Sin dólares, sin combustible, con inflación descontrolada, Bolivia busca desesperadamente una salida a su crisis económica. Y ahí aparece, una vez más, la misma receta mágica de siempre: entregarlo todo al agronegocio cruceño.
En estas semanas, la campaña electoral se ha convertido en una competencia de quién ofrece más al sector agroindustrial. De los diez candidatos presidenciales, todos, sin excepción, coinciden en promover la “base productiva” agroindustrial. Cinco proponen liberalizar completamente las exportaciones, cuatro buscan reducir la intervención estatal para el sector.
El ritual parece claro, los candidatos no desfilan ante el país, sino ante sus verdaderos electores, los dueños del agronegocio. Las frases de campaña lo dicen todo: “el agro es el único sector listo para generar divisas” o “si hay contradicción entre medio ambiente y producción, definiré por la producción”.
Y aunque se intenta presentar estas propuestas como una ruptura con el “fracasado” modelo del MAS, esta apuesta por el agronegocio es, en realidad, una continuidad a lo que se ha venido haciendo en las últimas décadas. Basta rascar un poco en la historia para verlo con claridad.
Una receta que ya fracasó
Esta no es la primera vez que el agronegocio se presenta como salvador nacional. En los años 80, tras una brutal hiperinflación, el gobierno de Víctor Paz Estenssoro aplicó un severo ajuste estructural en línea con las recomendaciones del FMI. Uno de sus pilares fue la liberalización total de las exportaciones, incluyendo las agroindustriales. Se prometía con ello “reiniciar, redefinir y encaminar el desarrollo nacional liberador”.
¿El resultado? Las exportaciones siguieron cayendo durante tres años más y solo recuperaron niveles previos a la crisis 11 años después. El supuesto “despegue” del agronegocio solo llegó en 1990, cuando el Estado boliviano se endeudó con el Banco Mundial por USD 54,6 millones, equivalentes al 5% del presupuesto nacional, con el objetivo de subsidiar masivamente el cultivo de soya.
Desde entonces, el agronegocio ha sido beneficiario con grandes montos de inversión pública. Y, aun así, para que el sector fuese capaz de cubrir el actual déficit comercial del país, habría que duplicar la superficie agrícola y pecuaria, y para eso multiplicar y sostener el avance de la frontera agrícola durante años, lo cual sería social y ecológicamente catastrófico y financieramente descomunal.
¿Quién financia al “emprendedor”?
El agronegocio no es autosuficiente. Su crecimiento se ha viabilizado por el apoyo permanente de recursos públicos, beneficios fiscales, acceso privilegiado al crédito, subsidios al diésel agrícola y, en los últimos años, fondos de pensión canalizados a través de la Gestora y la Banca.
Se estima que más del 10% de los fondos de la Gestora han llegado directa o indirectamente a manos del sector soyero, ganadero y azucarero. Los tres sectores núcleo del agronegocio –soyero, ganadero y azucarero– capturaron en 2024 la cifra de USD 3,194 millones, más del 15% de toda la cartera de créditos bancarios del país. Solo ocho empresas soyeras acaparan el 63% del financiamiento del sector.
El colapso del Banco Fassil en 2023 dejó al descubierto el trasfondo de esta dinámica. Lo que parecía una historia de éxito financiero era en realidad "la estafa piramidal más grande de la historia boliviana", según la Unidad de Investigación Financiera. El banco, controlado por seis familias cruceñas, canalizó millones hacia empresas vinculadas al agronegocio, hasta convertirse en el número uno para el sector, muchas veces al margen de la ley y con fondos provenientes de los aportes de los trabajadores, cerca del 5% de las inversiones de la Gestora.
Cuando el banco colapsó, el Estado debió intervenir para proteger a los ahorristas. Pero las fortunas acumuladas ya estaban a salvo. Así funciona un modelo en el que los beneficios son para unos cuantos, mientras las perdidas las asumimos todos. Acá hay un tema que como sociedad nos debería preocupar: no existen mecanismos públicos ni ciudadanos para fiscalizar “las inversiones’’ de los fondos de la Gestora de pensiones.
El costo oculto del “emprendimiento”
La narrativa del agro como “emprendedor” también oculta un patrón de despojo y violencia. La concentración de tierra sigue siendo el pilar central del modelo. Lo entienden bien los voceros oficiales del agronegocio y candidatos que compiten por el favor del agro: “Recuperar nuestras tierras” (Tuto), “Cárcel para los avasalladores” (Doria Medina), “Sembrar donde Dios nos bendijo” (Zambrana), “No hay seguridad jurídica” (Andrónico).
Pero lo que no se dice es que gran parte de estas tierras no se han obtenido mediante Dios, sino a través de mecanismos opacos, despojos históricos, avasallamientos empresariales con compraventas ficticias, falsificación de papeles o creación de comunidades fantasmas para acceder a tierras fiscales.
La violencia tampoco es un efecto colateral. Es parte estructural del modelo. Desde violencia protagonizada durante los diferentes paros cívicos de los últimos años hasta los incendios forestales cada vez más graves, son mecanismos de fragmentación territorial y disciplinamiento social que aseguran la naturalización de la desigualdad y de la acumulación para unos pocos.
En 2024, los incendios provocados por la expansión agropecuaria generaron un 40% más de problemas respiratorios en Santa Cruz. El humo no es solo una molestia: es la manifestación más tangible de un modelo que promete desarrollo, pero reparte enfermedad y destrucción.
La trampa del chantaje
Entonces, ¿por qué se insiste con una receta que ya fracasó?
Aprovechando el momento crítico del país, los voceros del agro utilizan una estrategia discursiva de chantaje: “El agro es la solución a la crisis económica de Bolivia”, y, por lo tanto, cualquier intento de cuestionar sus privilegios se convierte en amenaza nacional. Se advierte con vulnerar la seguridad alimentaria, fuga de inversiones, el avance del comunismo, o hasta un “colapso al estilo venezolano”.
Además del miedo, el discurso del agronegocio se apoya en imaginarios profundamente arraigados. La figura del “hombre cruceño”, emprendedor, trabajador y moderno, pero también patriarcal y clasista, se mantiene como legitimación cultural del modelo. Esta imagen se reactiva cada vez que se perciben amenazas a los privilegios regionales.
Como afirmó recientemente Agustín Zambrana Arze, vicepresidente del Comité Pro Santa Cruz: “El modelo productivo agropecuario se riega con sudor y esperanza. El productor no pide un cheque del Tesoro; perfora su pozo de agua, arma su panel solar y solo exige caminos que no se hundan. Crea empleo, mueve ferreterías, universidades... y siembra donde Dios nos bendijo.”
Detrás de esa postal bucólica, sin embargo, se esconden estructuras profundamente desiguales.
Más allá del calendario electoral
Frente a este escenario, no basta con leer los programas electorales del 2025 y sus promesas inmediatas. Hay que entender los pactos estructurales que los sostienen, los sectores que buscan blindar sus intereses y los territorios que están dispuestos a sacrificar.
Nuestro horizonte no puede ser cooptado por la distopía que nos promete la expansión sin límites del agronegocio.
Cuestionar este modelo no es un capricho ideológico, es una necesidad histórica. Más allá del calendario electoral, Bolivia necesita repensar colectivamente como producir bienestar para su gente, sin concentrar riqueza en pocas manos ni destruir la naturaleza que ya está tan dañada. Este no es un problema abstracto, primero porque no es posible salir de la crisis por la vía de la agroindustria, pero también porque apostar por esa vía nos condena a crisis más profundas en el mediano y largo plazo.
Para entender en profundidad los temas tocados aquí, les invitamos a leer la versión completa de nuestro artículo en el Centro de Estudios Populares.
Stasiek Czaplicki, Suzanne Kruyt, José Octavio Orsag, Blanca Rivero y Huáscar Salazar son integrantes del Centro de Estudios Populares.