Buena parte de los problemas actuales de Bolivia tiene una raíz común: la voluntad de Evo Morales de mantenerse indefinidamente en el poder, que se hizo patente –por fijar una fecha concreta– a partir del referéndum del 21-F de 2016.
Quienes creemos en la democracia debemos ser claros y contundentes: salvo cataclismos políticos incontenibles como el de 2019, los presidentes deben culminar los ciclos para los que fueron elegidos. Ceder a presiones para interrumpir esos ciclos, especialmente cuando están cerca de terminar, abre una peligrosa jurisprudencia de excepciones, donde cualquiera podrá aducir que “no lo dejaron gobernar”. Y especialmente, como hoy, cuando se está tan cerca de la culminación del ciclo: no tendría sentido una renuncia del presidente Luis Arce a 72 días de las elecciones y a 155 días del cambio de mando presidencial. En otras palabras, aguante presidente Lucho, beba hasta la última gota ese cáliz que decidió aceptar en 2020.
Porque es eso a lo que apunta, con todo lo que le queda, el expresidente Evo Morales: manifestaciones y pruebas de fuerza en las calles, hasta que Luis Arce renuncie. Es, en sus propias palabras, su batalla final. ¿Le quedará a Morales la suficiente corpulencia como para forzar la mano al resto del país? A lo que apunta Morales es a la interrupción del ciclo, con la esperanza de un nuevo llamado a elecciones, en el que podría intentar de nuevo forzar su participación en la papeleta electoral.
Buena parte de los problemas actuales de Bolivia tiene una raíz común: la voluntad de Evo Morales de mantenerse indefinidamente en el poder, que se hizo patente –por fijar una fecha concreta– a partir del referéndum del 21-F de 2016. Desde entonces, los principales episodios de crisis –incluidos los de octubre y noviembre de 2019– han pasado, de una u otra forma, por ese embudo. Si se pudiera sustraer esa ambición personal de la ecuación nacional, es probable que Bolivia transitara hoy por un cauce menos desgastante y más institucional.
Los últimos dos o tres intentos de Morales por sacudir al gobierno de Arce le salieron chuscos: ni la suficiente fuerza, ni la suficiente duración como para conmover los cimientos del poder. Y es que las manifestaciones, como aquellas por las que apuesta Morales, cuestan caro: requieren logística, dinero, tiempo, alimento y un compromiso que no siempre es correspondido por los convocados. Hemos visto que fervor no les falta, pero no son tantos como creen, y los que están necesitan avituallamiento, refugio y aliento.
Los recursos, provenientes de fuentes opacas, no parecen inagotables, como cuando Morales presidía el gobierno. ¿Cuánto pueden resistir sus huestes, lejos de sus casas, con escaso apoyo en viáticos y alimentos, y sin refugio? En cuanto al aliento e inspiración, Morales nunca ha sido un líder de proximidad: acompaña desde lejos, irrumpe fugazmente para la foto y se repliega al Chapare al primer olor a fracaso. Hoy, además, carga con una acusación pendiente por estupro: ¿qué significaría para el país que un acusado de ese calibre retornara a la presidencia?
Morales ha delegado siempre el sacrificio a los suyos; él, desde la ventanilla polarizada de sus lujosas vagonetas Land Cruiser, nunca fuerza sus suaves piececitos; mide el entusiasmo popular con la frialdad del que no arriesga nada.
¿Cuánta fuerza le resta a Evo Morales, tras dos (¿o son ya tres?) intentos fracasados de tumbar al gobierno de su sucesor designado? Recordemos su fuga el 10 de noviembre de 2019, flanqueado por Álvaro García Linera y Gabriela Montaño, que lo dejaron todo, abandonando a sus propias familias, para acompañar al innombrable en su estrepitosa huida. ¿Ha reconocido Morales ese sacrificio? Cuando Linera, en 2023, hizo la sola observación de que el MAS necesitaba renovación o al menos claridad acerca de los caminos que seguirían Morales y Luis Arce, Morales lo declaró “enemigo”. Entretanto, Morales ha roto y/o acusado de diversos grados de traición a la Montaño, Sebastián Michel, Hugo Moldiz y, por supuesto, a todos los miembros del gobierno de Arce.
Evo Morales exige absoluta lealtad y alineamiento total. ¿Qué “notables” quedan en su campo? El senador Leonardo Loza, según quien el Chapare es la reserva moral de la humanidad; el diputado Héctor “Drama Queen” Arce; Teresa Morales, que no logró colocarse en el gobierno de Arce, y la grisitud intelectual de Gabriel Villalba, que en comparación es una lumbrera. Ya se sabe: en el país de los ciegos, el tuerto es rey. El resto es follaje. Si el gabinete de Arce es inane y nos ha llevado a donde estamos, hay que preguntarse lo que sería un gabinete de Morales con la gente que le queda.
Pero claro, tal como están las cosas mientras se escriben estas líneas, Morales está fuera de la papeleta electoral. Todo lo que hace tiene el objetivo a solucionar su problema mediante el desastre. Morales está dispuesto a sacrificar las elecciones y la estabilidad del país entero en aras de crear las condiciones que le permitan la posibilidad de colarse en la papeleta electoral, aunque sea con calzador. Morales no conoce tregua ni distracción: vive exclusivamente para la política, con una tenacidad obsesiva que ha convertido en destino personal su retorno al poder. Esa intensidad es, a la vez, su fortaleza y su condena. Está debilitado y enfrenta resistencias crecientes, pero mientras Morales respire política, su retorno –aunque improbable– nunca será imposible.
Robert Brockmann es periodista e historiador.