Comparar a Hitler con cualquier figura contemporánea suele considerarse exagerado, incluso ofensivo. Pero esta breve columna no busca equiparar los crímenes del nazismo con la política latinoamericana, y menos banalizarlos, sino examinar cómo ciertos patrones de liderazgo pueden generar consecuencias peligrosas cuando los líderes se niegan a ceder el paso.
Brújula Digital|04|06|25|
Juan Pablo Marca
En la historia política, ciertos líderes emergen y se caracterizan no solo por su influencia o carisma, sino también por su incapacidad de soltar el poder arrastrando consigo todo lo que construyeron. Adolfo Hitler y Evo Morales, separados por décadas, ideologías y contextos profundamente distintos, representan casos paradigmáticos de este fenómeno. A pesar de sus enormes diferencias, comparten elementos psicológicos y políticos que merecen una observación crítica, especialmente cuando se trata del impacto que su relación con el poder tiene (o tuvo) sobre sus respectivas naciones: Alemania y Bolivia.
Comparar a Hitler con cualquier figura contemporánea suele considerarse exagerado, incluso ofensivo. Pero esta breve columna no busca equiparar los crímenes del nazismo con la política latinoamericana, y menos banalizarlos, sino examinar cómo ciertos patrones de liderazgo –específicamente el caudillismo, el mesianismo y el personalismo– pueden generar consecuencias peligrosas cuando los líderes se niegan a ceder el paso, incluso a sus propios herederos políticos.
Hitler asumió el poder en Alemania con una visión mesiánica: él no era simplemente un político, sino el salvador de la patria. Para muchos alemanes de los años 30, ofrecía un sentido de destino nacional, redención y restauración de la dignidad perdida tras la Primera Guerra Mundial. Esta percepción lo llevó a fusionar su identidad con la del Estado. En sus últimos días, encerrado en su búnker mientras la derrota era inminente, Hitler llegó a la conclusión de que si Alemania no podía triunfar bajo su liderazgo, entonces merecía ser destruida. Ordenó la demolición de infraestructuras clave, dinamitó puentes, saboteó el sistema eléctrico y ferroviario y dejó al país al borde de una devastación aún mayor. Esta mentalidad fue bautizada por los historiadores como el “síndrome de Götterdämmerung” o “crepúsculo de los dioses”, tomado de la mitología germánica: si yo caigo, que caiga el mundo conmigo.
Morales, aunque en un contexto democrático y en un periodo no de guerra internacional, ha desarrollado una actitud política con ciertos paralelismos inquietantes. Desde su ascenso al poder en 2006, Morales ha cultivado una imagen de líder providencial, especialmente entre sectores indígenas y populares. Su discurso, sobre todo en este último proceso electoral ha girado en torno a su papel como único garante del “proceso de cambio” en Bolivia. Su insistencia en volver a postularse tras casi 14 años de mandato –desconociendo incluso los resultados de un referéndum en 2016– mostró que su visión del liderazgo está por encima de la alternancia democrática. Más recientemente, su intento de bloquear las elecciones internas del Movimiento al Socialismo (MAS) para ser habilitado como candidato, así como su ruptura con Andrónico Rodríguez (el llamado “delfín” del evismo), sugiere que Morales no está dispuesto a aceptar un papel secundario en el escenario político nacional, incluso si ello implica debilitar y destruir su propio partido en su disputa con Luis Arce el actual presidente de Bolivia.
Uno de los aspectos más oscuros del liderazgo de Hitler fue su rechazo a preparar una sucesión. Su estructura de mando era vertical, rígida y dependiente completamente de su voluntad. Cuando el colapso era inminente, no delegó poder real, ni buscó un reemplazo capaz de negociar una rendición o salvar parte del país. Su muerte trajo consigo el desmoronamiento total del Tercer Reich, dejando un vacío devastador.
Morales, aunque operando en un entorno institucional y democrático con muchas dificultades, ha demostrado una actitud similar al no permitir el desarrollo de nuevos liderazgos dentro del MAS. Las figuras jóvenes o independientes son neutralizadas, desacreditadas o desechadas si no responden directamente a su influencia. La reciente confrontación con Andrónico Rodríguez es un ejemplo claro: un líder que parecía natural para continuar el proyecto político del MAS fue desplazado por no subordinarse completamente a Morales. En lugar de fortalecer el proceso de renovación interna, Morales parece dispuesto a fracturar su propio movimiento antes que permitir que otro lidere sin su consentimiento.
Este tipo de comportamiento se alinea con lo que algunos psicólogos políticos llaman narcisismo de poder, una condición en la que el líder confunde su identidad personal con la del Estado o el partido. En este escenario, cualquier crítica se interpreta como traición, y cualquier intento de alternancia como amenaza existencial.
Las consecuencias del final del régimen de Hitler son ampliamente conocidas. Alemania quedó arrasada física, moral y económicamente. La obstinación del Führer en no aceptar la derrota a tiempo alargó una guerra ya perdida, costando millones de vidas innecesariamente. Además, su negativa a dejar el poder y permitir una transición contribuyó a una catástrofe nacional que marcó la historia de Europa para siempre.
En el caso de Morales, Bolivia no enfrenta –ni enfrentará– un colapso de esa magnitud. Sin embargo, los riesgos de su actual actitud también son reales. El estancamiento institucional, la división del MAS, la erosión de la confianza ciudadana en los partidos y la fragmentación del voto pueden abrir las puertas a escenarios peligrosos: un bloque opositor de derecha, dividido pero radicalizado en su expresión más conservadora y un bloque nacional popular, denominado de “izquierda”, también dividido con una fracción radicalizada y una institucionalidad democrática debilitada y frágil. Si Morales continúa bloqueando procesos internos y se impone por encima de su movimiento político y la institucionalidad de Estado, podría llevar al bloque nacional-popular al colapso electoral, dejando en una crisis política similar al que el país vivió el 2003 con la renuncia del ex presidente Gonzalo Sánchez de Lozada.
Además, Bolivia corre el riesgo de quedar atrapada en una política de repetición constante: la falta de renovación, de nuevos liderazgos y de apertura hacia otras voces dentro del mismo movimiento, puede sumir al país en un círculo vicioso de polarización y parálisis. Al igual que Hitler destruyó su país al no aceptar el final de su era, Morales está contribuyendo al debilitamiento colapso al bloque nacional popular que alguna vez representó si no acepta que los tiempos han cambiado y que su ciclo puede –y debe– cerrarse de manera digna.
Por supuesto, hay que ser claros en las diferencias: Hitler fue un dictador totalitario, responsable directo de genocidios, una guerra mundial y una ideología racista que dejó millones de muertos. Evo Morales, en su momento, fue un líder democrático elegido en las urnas, con logros sociales importantes en sus primeros años de gobierno. Compararlos directamente sería injusto e históricamente inexacto. Sin embargo, el paralelo no está en el nivel de daño, sino en la mentalidad de liderazgo autorreferencial, en la dificultad para ceder el poder y en la tendencia a anteponer la figura personal al bienestar colectivo. Ambos representan una forma de caudillismo que no tolera la sucesión natural ni la pluralidad interna.
La historia está llena de líderes que no supieron cuándo retirarse. Algunos, como Nelson Mandela o José Mujica, entendieron que el verdadero poder está en construir instituciones fuertes y dejar un legado de renovación. Otros, como Hitler, eligieron destruirlo todo antes que reconocer su caída. Evo Morales aún tiene la oportunidad de decidir en qué categoría quiere ser recordado. Si insiste en bloquear el proceso político boliviano para imponer su regreso, corre el riesgo de arrastrar consigo no solo a su partido, sino a la misma democracia que lo llevó al poder. En política, el liderazgo eterno no existe. Lo que perdura es la capacidad de construir algo que trascienda al líder. Eso, y no otra cosa, es la verdadera grandeza que demostró por ejemplo José Mujica, expresidente uruguayo recientemente fallecido.
Juan Pablo Marca es politólogo e investigador social.