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Política | 01/05/2025   03:15

|OPINIÓN|Cuando la credibilidad se quiebra, el poder se desmorona|Marco Agramont|

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Brújula Digital|01|05|25|

Marco Agramont

En los actos públicos, cuando un jefe de Estado habla desde un atril adornado de símbolos nacionales, no solamente expone ideas o políticas: pone en juego un bien más sutil, más frágil y más esencial que cualquier programa de gobierno: la confianza. Esa sustancia invisible, esa fe civilizada que los ciudadanos depositan en quienes los gobiernan, es la piedra de toque que mide el valor real de los proyectos políticos. Sin ella, un gobierno puede durar, pero nunca prosperar verdaderamente; puede mandar, pero jamás gobernar.

La confianza no se decreta. No la garantizan los discursos ni las estadísticas amañadas ni las propagandas oficiales. Se gana –o se pierde– cada día, en cada gesto, en cada contradicción o coherencia, en cada promesa cumplida o traicionada. Y, cuando se pierde, el derrumbe puede ser lento o repentino, pero siempre es devastador.

Pienso en ello al recordar los primeros cien días del gobierno de Donald Trump, aquel espectáculo tan insólito como alarmante que ofreció Estados Unidos al mundo entero. Un país poderoso, artífice y garante del orden liberal posterior a la Segunda Guerra Mundial, se sumía de pronto en un torbellino de decisiones erráticas, tuits matutinos, desplantes diplomáticos, cambios de opinión improvisados y guerras comerciales declaradas en conferencias de prensa improvisadas.

Thomas Friedman, observador sagaz de la política norteamericana, escribió entonces que Trump no gobernaba, sino que sembraba “destrucción creativa sin dirección”. Era un presidente que confundía el ruido con la eficacia, la provocación con el cambio, la incertidumbre con la audacia. Y el costo de esa estrategia no tardó en hacerse visible.

En apenas cien días, Trump firmó veinticuatro órdenes ejecutivas, se retiró del Acuerdo Transpacífico, abandonó el Acuerdo de París, ofendió a aliados tradicionales como Canadá y Alemania, y creó un clima de inseguridad generalizada. La bolsa, tras un efímero impulso inicial, comenzó a mostrar signos de volatilidad preocupante. La confianza del consumidor, medida por la Universidad de Michigan, cayó tres puntos. La imagen internacional de Estados Unidos se desplomó quince puntos en encuestas globales. Y, lo que es más grave, la palabra del presidente de los Estados Unidos, que durante décadas había sido un ancla de previsibilidad en el mundo, dejó de ser creída incluso dentro de su propio país.

La lección era simple y brutal: un gobierno que renuncia a construir confianza renuncia, en realidad, a gobernar.

Hoy, lamentablemente, esa misma lección parece no haber sido aprendida por el actual gobierno boliviano.

Desde que inició su nueva etapa de gestión, lo que podría haber sido un tiempo de consolidación se ha convertido en una dolorosa repeticiones de improvisaciones, de anuncios que no se cumplen, de medidas económicas que no resuelven, de enfrentamientos con sectores que, en otro tiempo, fueron el sustento mismo del llamado proceso de cambio.

El caso de la volatilidad monetaria resulta especialmente elocuente. Durante años, Bolivia presumió de tener un tipo de cambio estable, casi inmóvil, que funcionaba como símbolo de su estabilidad macroeconómica. Hoy, ese símbolo se ha resquebrajado. En los mercados callejeros, en las casas de cambio clandestinas, el dólar se comercia a precios muy superiores a los oficiales. El mercado paralelo, ese fantasma que muchos creyeron desterrado, ha vuelto para quedarse.

Frente a esta evidencia, el gobierno ha optado, no por corregir, sino por negar. Como quien se tapa los ojos ante la inminencia del abismo, insiste en que todo marcha bien, que no hay crisis, que quienes alertan son enemigos o agoreros.

Pero los hechos son testarudos.

La calificación de riesgo del país, medida por Moody’s, ha caído de Caa3 a Ca, ubicándonos al borde del default. El riesgo país, según JP Morgan, ha trepado a 2.190 puntos, el nivel más alto en nuestra historia reciente. Las reservas internacionales, que en 2014 superaban los 13.000 millones de dólares, hoy rozan la cifra simbólicamente trágica de 50 millones. Ningún gobierno que respete la inteligencia de su pueblo puede presentar estos datos como signos de fortaleza.

Y, lo que es peor, en lugar de buscar consensos amplios para enfrentar esta crisis, el gobierno ha optado por encerrarse en acuerdos sectoriales de corto alcance y de dudosa legitimidad. El reciente aumento salarial pactado con la Central Obrera Boliviana –un 10% al salario mínimo nacional y un 5% al haber básico– fue negociado de espaldas a los empresarios, a los pequeños productores, a los trabajadores independientes, a los expertos en desarrollo económico.

Un aumento salarial, por sí solo, no es sinónimo de prosperidad. No basta incrementar cifras en la nómina si el dinero, en su esencia, se devalúa. El valor de un salario no se mide exclusivamente en la cantidad de dinero entregado, sino en la capacidad de ese dinero para sostener la vida digna de quien lo recibe. Si la inflación devora el poder adquisitivo, si la inseguridad monetaria socava la confianza, si el futuro es incierto y el ahorro imposible, entonces el salario, por más elevado que sea nominalmente, se convierte en un espejismo que empobrece en vez de enriquecer. No es el dinero en los bolsillos lo que mide la riqueza de una sociedad, sino la confianza que ese dinero inspira.

No, el problema de Bolivia hoy no es, como a veces se insinúa, simplemente la falta de recursos o la ausencia de inversiones. El problema es más profundo y más corrosivo: es la pérdida de confianza, la falta de previsibilidad, la ausencia de seguridad jurídica. En un país donde las reglas cambian sin aviso, donde las promesas oficiales carecen de credibilidad, donde la estabilidad depende de equilibrios políticos cada vez más frágiles, el dinero no huye: se esfuma. Y con él, las oportunidades, la esperanza, el futuro.

La confianza, decía Tocqueville, es el cimiento invisible de toda democracia. Se construye a lo largo de años, a través de políticas coherentes, de respeto a las instituciones, de diálogo sincero con la sociedad. Pero puede perderse en un instante, y cuando eso ocurre, los países no retroceden simplemente: caen.

Así ocurrió, en su medida, en los Estados Unidos bajo Trump. Así está ocurriendo hoy, más peligrosamente, en Bolivia.

Aún es tiempo de rectificar. Aún es posible que el gobierno actual –si renuncia al voluntarismo, si abandona la soberbia, si vuelve a respetar la inteligencia y la voluntad de su pueblo– pueda recuperar parte de la confianza perdida.

Pero cada día que pasa sin hacerlo, cada anuncio sin sustancia, cada medida improvisada, cada confrontación innecesaria, nos acerca un poco más a ese abismo del cual es muy difícil volver.

La piedra de toque de un gobierno, de un país, de una civilización, siempre será la confianza. Cuando esa piedra se resquebraja, ni los discursos más grandilocuentes ni las promesas más altisonantes bastan para repararla.





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