A medida que las protestas se intensifican y los indicadores macroeconómicos se deterioran, Bolivia se asoma al abismo. Las decisiones que se tomen –o se dejen de tomar– en los próximos meses marcarán el destino de una generación.
Brújula Digital|01|05|25|
Horacio Calvo
El modelo económico estatal atraviesa una crisis sin precedentes. La caída de las reservas, la escasez de dólares y el colapso del aparato productivo revelan el agotamiento de un sistema que priorizó la retórica antes que la gestión.
El discurso de la soberanía económica, durante años bandera del oficialismo boliviano, comienza a resquebrajarse frente a la evidencia de una crisis sistémica. Bolivia ha entrado en una etapa de fragilidad sin precedentes desde el retorno a la democracia. La escasez de divisas, la inflación acumulada y las crecientes protestas sociales ilustran un país paralizado por su propia estructura.
Los síntomas del deterioro son múltiples y acumulativos. Las reservas internacionales netas han caído a niveles históricos, el dólar escasea en el mercado formal, y la cotización en el mercado paralelo supera la oficial en más del 100%. Mientras tanto, la inflación –que Bolivia logró contener durante más de una década– ha repuntado con fuerza: el índice acumulado hasta marzo de 2025 fue del 5%, el más alto en 33 años. La carne, el arroz y el transporte interdepartamental encabezan la lista de productos encarecidos, afectando especialmente a las familias con menores ingresos.
Todo esto ocurre en un contexto de creciente incertidumbre política. El Movimiento al Socialismo (MAS), en el poder desde 2006, enfrenta su mayor crisis interna, con divisiones abiertas entre el presidente Luis Arce y el expresidente Evo Morales y el papel, todavía por precisar, de Andrónico Rodríguez. Este conflicto ha paralizado la toma de decisiones estratégicas, dejando a la economía en piloto automático y sin capacidad de reacción.
En lugar de atender el colapso con medidas técnicas, el Ejecutivo ha optado por redoblar su narrativa altamente ideologizada. Las restricciones a las exportaciones, los subsidios a los hidrocarburos y los controles de precios son medidas que, si bien buscan proteger a la población, terminan agravando la escasez y desincentivando la producción.
El modelo de economía estatal, sostenido durante años por la bonanza gasífera, hoy muestra sus limitaciones. La falta de inversión en exploración, sumada a contratos poco competitivos, ha reducido los volúmenes de exportación de gas a menos de la mitad respecto a su pico histórico. Sin divisas, el Banco Central ha limitado la venta de dólares, generando un mercado negro que crece a la sombra de la desesperación.
El país necesita con urgencia un cambio de paradigma. El deterioro económico no se resolverá desde la confrontación política ni con retórica antiimperialista. Requiere, en cambio, una apuesta decidida por la eficiencia: por políticas públicas basadas en evidencia, responsables fiscalmente y orientadas a recuperar la confianza.
Esto implica revisar el gasto público, flexibilizar el entorno regulatorio para atraer inversión privada, diversificar la matriz productiva y recuperar la institucionalidad. También exige una nueva generación de líderes –tanto en el oficialismo como en la oposición– que privilegien la gestión por sobre la ideología.
La historia económica reciente de América Latina está llena de ejemplos de países que, tras un ciclo de estatismo ideologizado, lograron estabilizarse apostando por el pragmatismo. Bolivia no puede permitirse seguir ignorando esas lecciones.
A medida que las protestas se intensifican y los indicadores macroeconómicos se deterioran, Bolivia se asoma al abismo. Las decisiones que se tomen –o se dejen de tomar– en los próximos meses marcarán el destino de una generación.
Ante ese escenario, la disyuntiva es clara: continuar aferrados a un modelo que ya no ofrece respuestas, o asumir el reto de una transformación real, que ponga la eficiencia, la transparencia y el interés nacional por encima de cualquier bandera partidaria.