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Política | 28/04/2025   03:46

|COMENTARIO|El legado literario de Francisco|Fabián Aruquipa|

En una época marcada por el deterioro del discurso público y la pérdida de espacio para las humanidades, que un Papa haya dedicado una carta entera a la literatura no debería pasar desapercibido. Desde el centro simbólico y espiritual de la Iglesia católica, Francisco afirmó que leer no es una indulgencia privada, sino un acto formativo y comunitario.

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Brújula Digital|28|04|25|

Fabián Aruquipa

Parecería intencional –casi de mal gusto– volver la mirada hacia otro personaje controvertido que ha muerto en estas horas, justo después de Mario Vargas Llosa. Pero este artículo no aborda juicios ni coincidencias que serán en el material de trabajo posterior. Lo que une a ambas figuras no es el escándalo ni la prominencia, sino la palabra –como instrumento, como forma de pensamiento, como apuesta por lo humano–. En un caso, desde la ficción. En el otro, desde el púlpito. Y quizás lo más notable de todo sea que, al hablar hoy de Jorge Mario Bergoglio, el Papa, se pueda hablar también –y con fundamento– de literatura.

Una defensa papal de la literatura

En julio de 2024, Francisco firmó una carta extensa titulada Sobre el papel de la literatura en la formación. Este documento, redactado en tono pastoral pero con profundidad intelectual, ofrece una reivindicación sin reservas de la literatura como elemento esencial en la vida espiritual y formativa de los humanos.

Desde el inicio, el Papa plantea que el asunto no se limita a la formación clerical: “Este tema también concierne a la formación de todos aquellos involucrados en el trabajo pastoral, en realidad de todos los cristianos”. La literatura –afirma– tiene el poder de abrir espacios interiores, de actuar como refugio en momentos de dificultad, y de ser un camino hacia el discernimiento: “Un buen libro puede ayudarnos a atravesar la tormenta hasta encontrar paz interior”.

Francisco no habla de la lectura como simple distracción. Para él, la literatura es un camino de discernimiento. “Una obra literaria es, por tanto, un texto vivo y siempre fecundo, capaz de hablar de distintas maneras y de producir una síntesis original por parte de cada lector” (§3). Frente a la exposición constante a pantallas y contenidos superficiales, leer se convierte en un acto contemplativo e incluso subversivo de quietud y atención: “Necesitamos contrarrestar esta inevitable tentación hacia un estilo de vida frenético e irreflexivo, dando un paso atrás, desacelerando, tomándonos el tiempo para mirar y escuchar. Esto puede suceder cuando una persona simplemente se detiene a leer un libro” (inciso 31).

Alerta sobre el error de marginar la literatura en la formación sacerdotal: “Con pocas excepciones, la literatura es considerada no esencial. Considero importante insistir en que tal enfoque es malsano. Puede llevar al grave empobrecimiento intelectual y espiritual de los futuros sacerdotes” (inciso 4). Privar a los futuros sacerdotes de la literatura, advierte, los priva de “ese acceso privilegiado que la literatura ofrece al corazón mismo de la cultura humana y, más específicamente, al corazón de cada individuo”.

Como apoyo, Francisco cita al teólogo Karl Rahner: “La poesía no da por sí misma el infinito… Esa es tarea de la Palabra de Dios. La palabra poética llama a la Palabra de Dios” (§24). Desde esta perspectiva, la literatura no es solo un ejercicio humanista, sino espiritual.

La palabra como acto de escucha

Uno de los pasajes más bellos de la carta se inspira en el escritor argentino Jorge Luis Borges, quien decía a sus alumnos que lo esencial es leer, entrar en contacto directo con los textos. Francisco retoma esta idea: “Esta es una definición de literatura que me gusta mucho: escuchar la voz de otra persona”, inciso 20). Y añade que dejar de escuchar esa voz ajena –sobre todo cuando nos desafía– puede conducirnos al autoaislamiento y a una “sordera espiritual”.

Esta escucha espiritual está ligada a la empatía: “La lectura de un texto literario nos coloca en la posición de ‘ver con los ojos de otros’, ganando una amplitud de perspectiva que amplía nuestra humanidad” (inciso 34). La literatura no forma solamente la mente, sino también el corazón: más paciente, más compasivo y más consciente de la complejidad.

El Papa no se limita a la teoría. Recuerda su etapa como docente de literatura en Santa Fe, Argentina: “Tenía que asegurar que mis alumnos estudiaran El Cid. Los estudiantes no estaban contentos; pedían leer a García Lorca. Así que decidí que El Cid lo leyeran en casa, y en clase discutíamos los autores que más les interesaban” (inciso 7). Este gesto no es meramente anecdótico: ilustra una pedagogía basada en el interés y no en la imposición.

Leer, sostiene, es una forma de interpretar y asimilar la vida: “La literatura nos ayuda a reflexionar sobre el sentido de nuestra presencia en este mundo, a ‘digerirlo’ y a captar lo que subyace en la superficie de nuestra experiencia” (§33). En una época dominada por la prisa y la utilidad, la lectura se convierte en una práctica radical de interioridad.

En una época marcada por el deterioro del discurso público y la pérdida de espacio para las humanidades, que un Papa haya dedicado una carta entera a la literatura no debería pasar desapercibido. Desde el centro simbólico y espiritual de la Iglesia católica, Francisco afirmó que leer no es una indulgencia privada, sino un acto formativo y comunitario. Escuchar la voz ajena, a través de la literatura, es también una forma profunda de acercarse a Dios.

Francisco no solo abogó por la educación como un bien social. La vinculó a la justicia y a la responsabilidad ecológica: “La creación de relaciones de justicia entre los pueblos, la capacidad de solidaridad hacia los necesitados y el cuidado de la casa común pasarán por los corazones, las mentes y las manos de quienes hoy están siendo educados”. Y esa educación, insistió, debe incluir la literatura.

Uno puede defender la poesía desde los márgenes. Es muy distinto hacerlo desde Roma. Que este Papa, en el crepúsculo de su vida, haya llamado a tomar en serio las novelas y los poemas –como alimento espiritual, formación teológica y expresión de gracia– es un acto de valentía pastoral y sabiduría.

Al reflexionar sobre su partida, desde esta región, conviene recordar que entre sus muchas gestiones, el Papa Francisco también escribió en defensa de la literatura. Nos recordó que leer es una forma de oración, que la empatía es teológica, y que las palabras –cuando se toman en serio– pueden constituirse en un camino de redención y sanación.





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