Brújula Digital|05|03|24|
Hernán Terrazas E.
Un emisario del zar ruso Vladimir Putin se reunió la semana pasada en Nicaragua con representantes de Cuba, Venezuela, Bolivia y Nicaragua para tratar temas de cooperación en materia de seguridad. El secretario del Consejo de Seguridad de Rusia, el general Nikolai Patrushev, destacó la importancia de los cuatro países que “están a la vanguardia de la verdadera soberanía de América Latina”, además de figurar en la lista de los no alineados en la política occidental de sanciones antirrusas adoptadas luego de la invasión a Ucrania hace dos años.
El general ruso se reunió antes en La Habana con el veterano dirigente Raúl Castro y después con el presidente nicaragüense, Daniel Ortega, ambos personajes históricos de los procesos “revolucionarios” que se vivieron en Latinoamérica desde fines de la década de los años cincuenta del siglo XX, y líderes de regímenes que se han caracterizado por la violación sistemática de los derechos humanos y la persecución y muerte de sus adversarios políticos.
Paradójicamente, tanto la revolución cubana, liderada por Fidel Castro, fallecido en 2016, y la liderada en Nicaragua por Ortega del Frente Sandinista de Liberación Nacional, se proponían acabar con las dictaduras de Fulgencio Batista y de Anastasio Somoza, respectivamente, pero terminaron por instalar gobiernos que transitaron rápidamente hacia el autoritarismo y la supresión de las libertades políticas peores que sus antecesores.
Referentes políticos de la izquierda en la región, las revoluciones de Cuba y Nicaragua, cada una en su tiempo, despertaron la simpatía de las fuerzas democráticas en un escenario político global fuertemente condicionado por la denominada Guerra Fría entre los bloques capitalista y socialista y su dolorosa secuela dictatorial en la mayor parte de las naciones latinoamericanas.
Más cerca del este europeo que del norteamericano, nicaragüenses y cubanos mantuvieron una relación fluida de intercambio y dependencia con Moscú prácticamente hasta fines de la década de los años 80, momento histórico crucial en el que se produjo tanto el desmembramiento de la Unión Soviética como la caída del Muro de Berlín, que separó a la familia alemana entre 1961 y 1989.
Cuba más que Nicaragua fue una de las principales víctimas de la desaparición de la Unión Soviética, no solo porque perdió a una especie de protector internacional frente a la amenaza y el bloqueo económico de los Estados Unidos, sino porque se quedó sin el mercado más importante para la exportación de sus productos, en particular del azúcar.
La profunda e irreversible crisis económica cubana que se arrastra desde entonces se explica en gran medida por este hecho. Irreconciliable con Estados Unidos, pese a los acercamientos de Obama, y alejada definitivamente del otrora poderoso mundo soviético, Cuba quedó aislada, a la deriva, y con los días de la revolución aparentemente contados.
Pero el mundo se mueve en direcciones inciertas y muchas veces sorprendentes. La historia no terminó como pronosticaron algunos pensadores durante los años 90: ni Estados Unidos y el capitalismo se transformaron en la orilla definitiva para los viajeros ideológicos de las turbulentas aguas de la segunda mitad del siglo XX, ni la democracia fue la forma de Gobierno elegida por todos en el orbe.
La “primavera” duró una década, quizá hasta el ataque a las torres gemelas del World Trade Center en el centro de Manhattan, el corazón de la apetecida “manzana” financiera mundial, el epicentro del nuevo y aparentemente único poder, luego de casi una década en la que Estados Unidos quizá abusó de su hegemonía global y en la que se multiplicaron nuevas “causas” ancladas en una diversidad de identidades, muchas de ellas determinadas por los radicalismos religiosos. Pero ese es otro tema.
A partir del año 2000, el mundo fue testigo de un viraje en la disminuida Rusia, precisamente en tiempos en los que un abogado desconocido y exagente de inteligencia de la Unión Soviética, Vladimir Putin, se hizo cargo por primera vez (1999-2000), de la presidencia del Gobierno. Allí comenzó otra historia, que sumada a la creciente importancia económica y también política de China, insinuó la configuración de un nuevo escenario de multipolaridad.
Para gobiernos como los de Cuba y Nicaragua, que habían experimentado durante años la “soledad” ideológica y la continuidad del desencuentro con Estados Unidos, la posibilidad de aferrarse a nuevas alianzas con remozados modelos de autoritarismo y de desarrollo en Rusia y China fue el “milagro” que les permitió volver a apostar en la mesa de la correlación de las fuerzas globales, sin exponer ni cambiar un ápice la lógica despótica de administración interna.
También a fines del siglo XX apareció en Venezuela un histriónico coronel, Hugo Chávez, que inesperadamente ganó las elecciones de 1998 y asumió la conducción del Estado venezolano en 1999 con el objetivo de destruir el viejo sistema de partidos políticos, al mismo tiempo que proponer regionalmente una nueva referencia de liderazgo “revolucionario” a través de la construcción de un modelo alternativo. La idea era reivindicar el espíritu bolivariano e ir en auxilio de la anémica Cuba con petróleo gratuito, para preservar el “faro” socialista latinoamericano y convertir a un anciano Fidel Castro en una suerte de icónico Mío Cid de una renovada gesta rebelde.
Si en la década de los años 60 Cuba quiso exportar su revolución con el interés estratégico de la Unión Soviética detrás, en los primeros años del nuevo siglo el Gobierno bolivariano de Chávez intentó desempeñar ese rol en la región. A medida que el petróleo alcanzaba un alza sin precedentes en sus precios, el Gobierno de Chávez no solo era el financiador de una más “cómoda” convalecencia cubana, sino el gestor de proyectos afines en la región, sobre todo en Bolivia, con Evo Morales, en Argentina con el matrimonio Kirchner y en Nicaragua, con su camarada Daniel Ortega.
Chávez murió antes que Fidel Castro (2013), precisamente el año en el que los precios del barril del petróleo comenzaron a caer, lo que detonó la profunda crisis económica que castiga a los venezolanos desde entonces y que obligó a millones de ellos a escapar del paraíso socialista bolivariano en busca de mejores oportunidades en otros países.
Sin los dólares y el petróleo del experimento venezolano, el naufragio amenazó a las otras naves populistas de izquierda, que ya sin respaldo externo y con un creciente descontento local vieron comprometida su continuidad y recrudecieron su política represiva, con el propósito de mantenerse en el poder a cualquier precio, incluso el de sumar cada vez más víctimas en el camino.
A excepción posiblemente de Argentina, donde la alternancia oficialismo-oposición en el ejercicio del poder se mantuvo, en el resto de los países gobernados por movimientos afines al bolivarianismo venezolano y al socialismo cubano, sus democracias experimentaron un deterioro sistemático, con el consecuente impacto sobre las libertades y los derechos ciudadanos.
Como en Cuba, que a lo largo de los seis décadas de férrea dictadura de Fidel Castro vio morir o desaparecer a más de 10 mil personas, ejecutadas o asesinadas extrajudicialmente, las muertes por la represión de Nicolás Maduro en Venezuela entre 2013 y 2023 llegan a más de 9.500 según informes de Programa Venezolano de Educación-Acción en Derechos Humanos (PROVEA) y en unos cuantos meses de 2018, cuando arreció la resistencia opositora, Daniel Ortega ordenó la muerte de más de 300 civiles nicaragüenses.
Cuba, Venezuela, Nicaragua y Bolivia, países democráticamente frágiles y que son objeto –no todos– de cuestionamientos y sanciones internacionales, han buscado consolidar y profundizar sus lazos de amistad con potencias que no exigen cooperación y mercados a cambio de democracia y respeto a los derechos humanos, como Rusia y China, o estar cerca de otros que, como Irán, alimentan la actividad de las organizaciones terroristas en el mundo.
En ese grupo de la muerte aparece ahora el nombre de Bolivia, para una reunión con el representante del zar que ordenó la invasión de Ucrania y que presuntamente estuvo detrás de la misteriosa muerte de Alexéi Navalni, el único líder opositor que podía hacerle frente. Por todo eso, si el general Nikolai Patrushev viene para conversar de “seguridad interna”, hay razones y una larga historia detrás para estar alarmados.
Hernán Terrazas es periodista.
@brjula.digital.bo