El 11 de septiembre de 1973 en Chile fue una jornada marcada por la violencia y la disrupción del orden civil. Representó un retroceso en la civilización, dando paso a un régimen respaldado por muchos, pero que impuso su visión mediante la coacción, sacrificando la dignidad humana con torturas y crímenes.
Presidentes de la región conmemoran en Santiago 50 años del Golpe de Estado contra el Gobierno democrático de Salvador Allende. EFE/ Elvis González
Brújula Digital |12|09|23|
Miguel Papic
El término "nostalgia" se deriva del
griego, concebido por un estudiante suizo de medicina en el siglo XVIII.
Simboliza el anhelo profundo de un hogar o una época que tal vez nunca existió
o que ya no está presente. Es una emoción de pérdida y desarraigo, un coqueteo
con una fantasía personal. Un médico de aquella época describió la nostalgia
como un "mal del corazón" alimentado por sus propios
síntomas.Reflexiono sobre esto al pensar en la conmemoración de los 50 años del
término del gobierno de Salvador Allende en Chile. Esta conmemoración parece
alejarse de ser un acto reflexivo y sobrio, adecuado para un periodo tan
sombrío en la historia chilena. En lugar de ello, se ha llenado de ceremonias,
declaraciones y conferencias que parecen más propias de una celebración
nacional que de un recuerdo triste.
Sin embargo, el 11 de septiembre de 1973 en Chile
fue una jornada marcada por la violencia y la disrupción del orden civil.
Representó un retroceso en la civilización, dando paso a un régimen respaldado
por muchos, pero que impuso su visión mediante la coacción, sacrificando la
dignidad humana con torturas y crímenes. Sin entrar en el debate de si era la
única vía para estabilizar un país sumido en revoluciones importadas, no
olvidemos que siempre existen alternativas antes de recurrir a la violencia,
los secuestros y encarcelamientos que violan el debido proceso.
En estas conmemoraciones percibo un intento de
revivir una nostalgia, de reimaginar un pasado; anhelando un tiempo diferente,
quizás una infancia idealizada y supuestamente más feliz. Se intenta regresar
al pasado como si se pudiera habitar, olvidando que el tiempo es irreversible.
Me pregunto dónde más en nuestra región se vende
bien esta nostalgia, y pienso en varios casos: en el mito de Evita y sus
descamisados de Argentina, en Fujimori y su orden a ultranza, en el mito de la
revolución cubana y esos jóvenes apuestos y barbones que bajaron desde la
Sierra Madre para liberar a su pueblo, pero por sobre todo pienso en la
adoración a Bolívar que el chavismo-madurismo ha envasado como realidad
anterior innegable, presentando al prócer como remedio universal para curar
desde la impotencia masculina hasta las arcas del Estado. Bolívar, el William Wallace
de la emancipación, no puede sino ser alto, mediterráneo, culto, incansable
jinete, que cruzó a galope feroz en días lo que otros solo lograron en semanas.
Parece personaje de cinematografía, un Russell Crowe cabalgando de vuelta a su
hogar en Gladiador. Un personaje de una realidad envasada y con atractiva
presentación.
Me pregunto cuánta de esta nostalgia nos hemos
comprado en nuestro continente y cuánto, en cambio, nos ha costado sacrificar
la realidad objetiva. Recuerdo en los días del estallido social en Chile, cómo
locatarios y pequeños emprendedores lo perdían todo a manos de turbas que en
otros momentos de las protestas entonaban el derecho de vivir en paz de un
cantautor chileno. Porque una nueva perspectiva del pasado, que permite "revisar"
nuestra historia, también influye en cómo vemos el futuro. Estas fantasías del
pasado, moldeadas por las demandas del presente, afectan directamente las
expectativas del mañana, añadiendo una tinta utópica.
Con su poderoso llamado, la nostalgia promete
reedificar ese "hogar ideal" o aquel "instante perfecto".
Esta visión, amplificada por una lente ideológica, puede persuadirnos a
abandonar la crítica en favor de los lazos emocionales, considerando las
aspiraciones no cumplidas del pasado como el esquema para el futuro.
Reflexiono sobre la narrativa conmemorativa de
Chile entre 1970 y 1973. Se insinúa que en esos 1000 días, Chile vivió un
renacimiento cultural, científico y social. Diferenciar entre una visión
idealizada y la realidad histórica se torna desafiante. Las conmemoraciones
deberían ser una oportunidad para empatizar y comprender nuestra historia
colectiva.
Las narrativas de nostalgia no siempre son de
supervivencia. A menudo son una conquista de espacios y de tiempos, redefinen
lugares, los compartimentan a voluntad; ya no son regiones ni departamentos
sino territorios donde habitan unos y no otros. Y tiene lógica, el hogar
perdido es de unos y no de todos. Entonces aquello que en principio tiene notas
de empatía, termina por dividir y causar incordio.
Al buscar restaurar un pasado idealizado, se
prioriza la reinvención por encima de todo, minimizando la importancia del
análisis y la reflexión. Esta visión nostálgica no se ve a sí misma como tal, sino
como una verdad absoluta. Pienso en la idea de plurinacionalidad tan difundida
en discursos oficiales en Bolivia, y me pregunto si tanto insistir en aquella
no es un intento por hacer real un anhelo idealizado.
Para concluir, pienso en la maravillosa obra
cinematográfica Utama, que describe el amor y la entrega de una familia, el
diálogo intergeneracional y, por sobre todo, la comprensión y aceptación de
unos con otros a pesar del territorio. Lo central en la obra no es lo aymara ni
el territorio agreste, hostil y bello a la vez, sino la capacidad de
encontrarnos y entendernos en la realidad, y sin una nostalgia que nos nuble el
entendimiento.
Miguel Papic es presidente fundador de la Fundación Libertad
Humana.