Cuando se estudia la historia política de Bolivia, uno de los cargos institucionales que menos ha sabido encontrar su lugar es el de la Vicepresidencia. Formalmente, el rol del vicepresidente se basa, sobre todo, en presidir la Asamblea Legislativa Plurinacional, convirtiéndose en un canal de equilibrio entre Ejecutivo y Legislativo. En teoría, esta figura debería representar sensatez, trabajo parlamentario y capacidad de articulación política. Sin embargo, en la práctica, hemos tenido más sombras que luces.
El ejemplo más reciente es el de David Choquehuanca. Pues, más allá de su imagen simbólica y el supuesto peso cultural que algunos sectores intentaron atribuirle, su gestión como vicepresidente ha estado marcado por el vacío. Su poca capacidad de articulación en la Asamblea es evidente, lo que se refleja en la fragmentación y el estancamiento de muchas leyes que son necesarias para el país.
A esto se suma un componente que raya en lo absurdo: sus declaraciones públicas, en las que ha llegado a hablar del “sexo de las piedras” o de “vivir de la energía cósmica”, restándole seriedad no solo a su figura sino a la institucionalidad del cargo. Además, bajo su gestión, la Vicepresidencia se ha mantenido como un espacio de repartija de cargos, favoreciendo a grupos afines, en lugar de cumplir su función esencial: dinamizar el trabajo legislativo y velar por los intereses del pueblo boliviano.
Si retrocedemos unos años, el caso de Álvaro García Linera merece una mención aparte. Por mucho tiempo se ha dicho que fue el cerebro detrás de las estrategias políticas del gobierno anterior, y no sin razón. García Linera construyó estructuras discursivas de poder que profundizaron la polarización social, alimentando resentimientos y dividiendo a los bolivianos entre supuestos “buenos” y “malos”; entre revolucionarios y traidores. Al mismo tiempo, García Linera gozó de una preocupante influencia que no se limitaba a lo ideológico. Recordemos que hubo episodios en los que se cuestionó su transparencia académica. Se presentó como un intelectual con credenciales que luego fueron desmentidas por instituciones serias.
Comparar estos dos perfiles con figuras anteriores, como la de Carlos Mesa, deja en claro el deterioro del rol vicepresidencial. Mesa mantuvo una conducta institucional mucho más respetuosa de su papel, sin los desvaríos retóricos ni las maniobras oscuras de quienes le sucedieron. Su vicepresidencia se caracterizó por un perfil bajo, dedicado principalmente a cumplir las funciones asignadas por la Constitución, en especial en el ámbito legislativo y de representación internacional.
No buscó protagonismo innecesario ni utilizó el cargo para alimentar estructuras paralelas de poder, ni para beneficiar a su círculo cercano. En contraste con Choquehuanca o García Linera, Mesa mostró un estilo político más sobrio, en el que primaba la búsqueda de consensos y el respeto por las formas democráticas. Esto no significa que su gestión haya estado exenta de críticas, pero al menos supo mantener un equilibrio entre sus atribuciones y los límites éticos que el cargo exige.
La pregunta que deberíamos hacernos, de cara a las elecciones que se avecinan, es: ¿Queremos seguir repitiendo este patrón de vicepresidencias inútiles o dañinas? O ¿acaso es momento de apostar por rostros nuevos, jóvenes, con visión de país y no de facción?
Bolivia necesita líderes que sumen, no que estorben. La figura vicepresidencial puede y debe ser un motor para el crecimiento democrático y legislativo del país. Ya hemos visto el daño que hacen quienes usan ese cargo para alimentar resentimientos o para imponer discursos vacíos. Hoy el país requiere gente con la capacidad de articular consensos, de construir puentes en lugar de levantar muros.
Existen liderazgos emergentes que representan esa posibilidad: personas jóvenes, con una mirada limpia, con propuestas concretas para el crecimiento del país, alejados de los vicios de la vieja política.
La elección que tenemos por delante no es solo sobre presidente y vicepresidente: es una decisión más profunda, sobre el modelo de país que queremos construir. Se trata de elegir entre continuar con estructuras desgastadas, atrapadas en viejas prácticas, o dar paso a nuevas generaciones de líderes que encaren los desafíos del siglo XXI con honestidad, capacidad y visión de futuro.
Cecilia Vargas es cirujana y docente universitaria.