La situación que vive el país es el resultado de las decisiones que se tomaron ayer, y las que se tomen hoy, marcarán lo que será el futuro del país, el día de mañana. Bolivia enfrenta una crisis económica que, aunque dolorosa, podría ser una oportunidad para poder cambiar de rumbo. La falta de dólares, una aguda inflación, la caída de la actividad económica, la pérdida de empleos dignos y el aumento de la pobreza no son hechos aislados, sino síntomas de un modelo que soslayó la importancia que debe merecer el comercio exterior, habida cuenta que un país crece más, cuando produce y exporta más.
La raíz del gran problema que se vive hoy está en el hecho que Bolivia dejó de exportar crecientemente, mientras las importaciones y el gasto estatal iban en franca alza. Durante años, la economía se sostuvo por el “motorcito de la demanda interna”, descuidando el inconmensurable motor de la demanda internacional. La lección aprendida es que a un país no le irá bien, si lo que importa no puede ser financiado con lo que exporta. Ante semejante descuido, la crisis del dólar ha provocado una inflación de costos y precios.
Mientras el mundo demanda ingentes cantidades de productos agropecuarios, agroindustriales, forestales, madereros, energía, minerales y servicios, que Bolivia posee o puede producir, desperdiciamos tales posibilidades. No se trata de falta de recursos, sino, de políticas públicas para activar el potencial que tenemos, pero también, para combatir la pobreza que no podemos superar, al no producir y exportar mucho más, para ese fin.
El país debe integrarse a la economía global, diversificar su oferta exportable, negociar acuerdos comerciales y pasar de las ventajas comparativas a una competitividad sistémica. La exportación debe entenderse como una condición indispensable para garantizar la estabilidad macroeconómica, el ingreso de divisas, la creación de empleo y bienestar. Un país que se integra al mundo se fortalece, un país que se encierra se debilita.
No basta con desearlo, para lograrlo se precisa un cambio en la relación entre el Estado y la sociedad, dejando el primero de ser un obstáculo para convertirse en un facilitador de la actividad productiva, comercial y de servicios, garante de reglas claras y una justicia imparcial y previsible. Su rol jamás debe ser el de competir con el sector privado, sino el de generar las condiciones necesarias para que la inversión florezca, el trabajo sea productivo y el mérito sea reconocido.
La dignidad de la gente se mide por la posibilidad de un ciudadano de vivir de su propio esfuerzo, de recibir atención médica sin tener que hacer colas interminables a las 3 a.m. por ser pobre o tener que comprar “cupos” para ello; la dignidad debe ser la consecuencia de una educación de calidad, moderna, conectada al mundo, capaz de preparar a nuestros hijos -sin olvidar el pasado- mirando hacia el futuro, porque solo la educación rompe con la esclavitud de la pobreza, la dependencia de la dádiva política y la marginalidad. Esa debería ser la prioridad de un gobierno que de verdad ame a su pueblo.
En un país con un mercado pequeño y abarrotado de contrabando, el apoyo al exportador debe ser una política de Estado, ya que para construir la “Bolivia digna y soberana” que tanto se pregona, primero debe darse la “Bolivia productiva y exportadora” que la sustente, algo imposible de hacer sin competitividad, seguridad jurídica y un entorno que premie la innovación. Los gobiernos responsables abren mercados, mejoran la infraestructura, garantizan reglas claras de juego y no ponen trabas, porque saben que exportar es la vía más rápida, digna y sostenible de generar riqueza, empleo y futuro.
Bolivia ha sido bendecida con todos los pisos ecológicos, climas y microclimas, tierras fértiles, agua dulce, biodiversidad, bosques naturales, minerales estratégicos, hidrocarburos y gente trabajadora que no teme esforzarse para progresar, pero, gran parte de su población sigue siendo pobre.
Es lamentable decirlo, pero, por una visión errónea, el país se encerró en sí mismo y perdió enormes oportunidades, de ahí que no hay otra opción que reintegrarnos al mundo con inteligencia y sin complejos, porque exportar no es solo vender para ganar dólares, sino dar trabajo digno, generar ingresos sostenibles y llevar al país al progreso.
Para ello, Bolivia necesita gobernantes que, como servidores públicos, entiendan que dirigir no es imponer, sino servir; que gobernar bien es aprender de lo que funciona; mirar más allá de las fronteras ideológicas y abrirse a la cooperación internacional, sin prejuicios y actuar con transparencia, ética y eficiencia, pero, de verdad, no de dientes para afuera.
La fe de un pueblo puede mover la mano de Dios y, con su ayuda, Bolivia puede llegar a ser un mejor país, que mire al mundo sin complejos, que eduque para poder decidir en libertad y recuperar la confianza en sí mismo, en función de lo cual, no nos queda otra que la unidad, hoy más que nunca: ¡Unidos ante la adversidad!
Gary Antonio Rodríguez es Economista y Magíster en Comercio Internacional