Lo que comenzó como una amable mención del presidente Donald Trump y de su secretario de Estado, Marco Rubio, sobre Bolivia como posible nuevo socio en América Latina, durante una conferencia de prensa, motivada por la visita del presidente argentino Javier Milei, se ha transformado, en apenas dos semanas, en una notable cercanía.
Primero vino la declaración oficial del Departamento de Estado, que fijó una agenda temática con Bolivia; luego la llamada de Rubio para felicitar telefónicamente al presidente Rodrigo Paz por su victoria electoral, y, después, el inesperado respaldo de un grupo de países encabezados por Estados Unidos. Todo parece conducir al inminente intercambio de embajadores, aunque sin el protocolo que hubiera supuesto cerrar la herida abierta desde la expulsión del embajador Philip Goldberg.
La comparecencia del presidente electo Paz Pereira junto a Marco Rubio, este viernes 31 de octubre, en Washington DC, enmarcada por las banderas de ambos países y con rasgos de acto oficial de Estado, constituye el corolario irrefutable del nuevo clima bilateral que se abre entre Bolivia y Estados Unidos.
Hasta hoy, Bolivia no ha fijado aún la agenda que pretende desarrollar con Washington, como sí lo ha hecho el gobierno estadounidense. Es comprensible: el equipo de política exterior boliviano aún no se ha conformado, y en relaciones tan asimétricas los apresuramientos suelen ser más peligrosos que la cautela. Pero más allá de esa explicación circunstancial, conviene mirar el fondo del asunto: ¿qué quiere realmente Bolivia de esta relación?
De manera inmediata, lo evidente será la búsqueda de ayuda económica, la apertura de las válvulas financieras que permitan aliviar la crisis de divisas y de combustibles. Son demandas legítimas y, en términos presupuestarios, poco significativas para los organismos internacionales o el propio Tesoro de Estados Unidos.
Pero el punto crucial está en la otra parte de la agenda: la lucha contra el crimen organizado transnacional y, con ella, el combate al narcotráfico, que ha penetrado el territorio boliviano, corrompido comunidades enteras y tocado, en ciertos casos, las estructuras mismas del Estado.
La pregunta inevitable es hasta qué punto Bolivia está dispuesta a enfrentar ese fenómeno y, con ello, a eliminar al supuesto “PIB oculto” que se genera desde el negocio ilícito de las drogas y que se lava impunemente en el país.
En los años 80, Bolivia llegó a erradicar casi toda la coca del Chapare. Pero después vinieron las concesiones. Ya no se trataba solo de los Yungas de Vandiola, donde se limitaban algunos cientos de hectáreas de cultivo legal. Durante el gobierno de Carlos Mesa, los productores del Chapare arrancaron una autorización de 3.000 hectáreas destinadas teóricamente al mercado del acullico en Sacaba, algo que nunca ocurrió. Hoy, con más de 12 mil hectáreas cultivadas en el trópico cochabambino, el panorama es francamente alarmante. No sorprendería que el próximo informe hable de más de 35.000 hectáreas en todo el país.
Bolivia debería retomar el camino trazado en 2005, cuando, ante la Comisión de Estupefacientes en Viena, solicitó autorización para realizar un estudio sobre el consumo legal de la hoja de coca con fines medicinales, rituales y tradicionales. Solo un estudio riguroso permitirá determinar cuánta hoja de coca necesita realmente el país para usos legítimos, y cuánta alimenta el circuito ilegal.
Esa decisión, desde luego, tendría consecuencias directas en la reducción de la pasta base y del clorhidrato de cocaína. Sería un golpe estructural al negocio –y, por ende, a los intereses que lo protegen–, con el riesgo de que los ajustes de cuentas violentos, cada vez más frecuentes, se intensifiquen. Pero a largo plazo, implicaría recuperar el control sobre un territorio y una economía paralela que hoy operan al margen del Estado.
Por eso, la nueva relación con Estados Unidos debe ser cuidadosamente negociada. Es indispensable que la Cancillería lidere este proceso, con el respaldo técnico de los ministerios y entidades competentes, para evitar que los compromisos asumidos vulneren la autodeterminación nacional, pero también para aprovechar esta oportunidad única de salir del circuito ilícito que ha lastrado al país durante décadas.
No se trata de cuestionar la cooperación, sino de administrarla con inteligencia, preservando soberanía y credibilidad. El acercamiento norteamericano es una gran noticia, pero los términos de esa relación deben ser definidos desde La Paz.
La negociación con Estados Unidos será –sin duda– una obra de filigrana diplomática, y solo un equipo experimentado la podrá conducir con equilibrio. Es tiempo de actuar con cabeza fría, prudencia estratégica y visión de Estado.
Javier Viscarra es diplomático y periodista.
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