Luego de profanar una estatua de Voltaire en París hace unos meses,
alguien le dio voz al monumento para que el pensador de la Ilustración repitiera
lo que había dicho siglos antes: “En mi vida he dirigido una sola plegaria a
Dios, una muy corta: Oh Señor, haz a mis enemigos ridículos’. Y Dios me lo ha
concedido”.
Es que aunque la iconoclastia existe desde las épocas bizantinas, parece haberse convertido en uno más de los instrumentos de esa eternidad adolescente que siente que hizo la revolución porque ofendió a sus vecinos, quienes prefieren ver sus plazas sin capas de pintura chillona.
El pasado 11 de octubre, Día de la Mujer, unas activistas pintaron la estatua de Isabel la Católica, hecha en mármol blanco en 1924, y ubicada en la plaza del mismo nombre. Y la vistieron de chola. La pintura roja cubrió casi toda la base de la escultura y la imagen quedó ataviada con una pollera, una manta, un atado de aguayo y un sombrero. Con esto, no solo homenajeaban a la mujer sino también el Día de la Descolonización que se celebraba al día siguiente.
Independientemente del debate sobre la pertinencia del disfraz anticolonialista (historiadores salieron a las horas a alertar que la pollera, las enaguas, la manta y hasta el sombrero eran ¡ay! españoles. Y que la palabra chola venía del término castizo chula) me concentro en algunos artificios de este acto, más parecido al berrinche de un púber jailoncito contra el padre al que al día siguiente le pedirá el auto prestado, que a un auténtico martirio.
El principal artificio es el discurso destemplado acompañado de alguna manifestación de impostada rebeldía. Para ello, mejor si se sigue a los gurús europeos. Si ellos envilecen la estatua de Churchill, aquí se envilece la de Colón. Eso sí, hay los que no merecen esa deshonra. Como el Che Guevara, conocido homofóbico que maltrató a sus compañeros bolivianos en la Guerrilla y cuyos bustos siguen intactos. Es que irse contra él no sería tan chic.
Todos estamos repletos de complejos e inseguridades normalmente relacionados con alguna falta de atención en la niñez. Algunos intentamos mermarlos con psicoterapia o con técnicas alternativas más espirituales. Quien lidera ese activismo ensaya otro modo de compensación a sus carencias emocionales: la estridencia noticiosa. Y en su habilidad para montar representaciones teatrales de bajo presupuesto, similares a las de los pastores de Ekklesía, hace ver a sus ciegos y caminar a sus paralíticos. Y maravilla a intelectuales reconocidos convenciéndolos de que su lugar está al lado de los grandes pensadores bolivianos de todas las épocas. ¡Toda una sensación!
En su lucha contra la dominación (siempre que las personas dominadas le sean afines) estas activistas hacen la guerra echando pintura a las iglesias a las que los domingos asisten mujeres humildes, lanzando objetos o humillando a policías de bajo rango (que lejos están de la prepotencia de algunos pacos chilenos) y embadurnando calles que empleados con un sueldo mínimo tendrán luego que limpiar, sin ayuda de estas muy concienzudas agitadoras.
Durante el Movimiento Estudiantil en Italia (1968), el cineasta e intelectual de izquierda Pier Paolo Pasolini escribió un poema en el que declaraba que, en las violentas revueltas, él estaba con los policías. Las demandas, decía, eran mayoritariamente de jóvenes de clase media, mientras que los policías que fueron mandados a reprimir provenían de los sectores más pobres de Italia.
Ahora sucede algo similar. Mujeres blancas, burguesas, educadas en colegios “coloniales” de élite destrozan espacios que deberán ser recompuestos por personas (posiblemente mujeres) que le sirven a su discurso. Y es que no se tiene que tener tez oscura para indisponerse con muertes como las de George Floyd y participar en las protestas del Black lives matter, es solo que lo recomendable sería bajar las ansias de protagonismo si la consistencia no es lo de uno. Si lo que se busca es tan solo la rebeldía como marca personal, como si de tener una línea de ropa se tratara, y no la eliminación de la injusticia, que incluye la paradoja de que los pobres limpien lo que los que no lo son pueden darse el lujo de ensuciar.
Quizás la respuesta a estas manifestantes la tenga Sartre, quien decía que el rebelde, a diferencia del revolucionario, no busca abolir dominación alguna. En realidad desea secretamente que las cosas permanezcan como son, pues tal es la garantía de que podrá seguir rebelándose. Yo añadiría: y de poder seguir en escena.
Hay activistas que presumen de ser transgresores, insumisos e interpelantes. Eso vende bien en un planeta repleto de emotividad que ya no sopesa la complejidad de las cosas. Que vive del eslogan simplificador. Y en el que gana el que vocifera más fuerte. Aunque ese bramido no disminuya un ápice los feminicidios ni la dominación de nadie. Estamos pues, frente a una falacia emotivista que, como alguien explicaba, consiste en creer que estar muy enfadado, o sentir una emoción determinada de manera intensa, te da la razón. Aunque si ese enfado no es auténtico y solo se usa para construir una imagen que te convierta en un personaje reconocido y con poder, la falacia permite, al final, tener poder contante y sonante, como esos contra quienes se suponía actuabas.
Cuando esos personajes protagonizan programas de radio o televisión entregan un entretenimiento más al público. Cuando se convierten en epítome de la intelectualidad y moralidad de una sociedad, la iconoclastia contra ellos es un deber.
Daniela Murialdo es abogada.
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