El Libertador Simón Bolívar, en su calidad de Presidente de Colombia y encargado del poder en la República del Perú, emitió tres decretos relativos a la cuestión agraria en las tierras liberadas por su Ejército. El primero de ellos fue dictado en Trujillo el 8 de abril de 1824 y los otros dos en el Cuzco, el 4 de julio de 1825. Para entonces las tierras agrarias se regían aun por las disposiciones de la corona española y Bolívar –cuya formación era liberal– vio por conveniente emitir disposiciones ejecutivas (decretos) respecto al nuevo régimen agrario.
En el ya creado Estado Bolívar (hoy Bolivia) el mariscal Antonio José de Sucre puso en vigencia los decretos emitidos por el Libertador mediante una resolución de 29 de agosto de 1825. En efecto, los decretos de Bolívar tendrían una influencia determinante al inicio del período republicano, aunque los terratenientes se resistieran a su fiel y cabal cumplimiento y lograran que queden en suspenso. Se estima que, al nacer el nuevo Estado el año 1825, Bolivia tenía 1,1 millones de habitantes, de los cuales “800.000 eran indios, 200.000 blancos, 100.000 mestizos o cholos, 4.700 negros esclavos y 2.300 negros libres”; así era como los documentos oficiales clasificaban en ese entonces a las personas residentes en el Estado recién constituido.
¿Cuál es el contenido de los decretos firmados por Bolívar? Por el decreto de Trujillo se otorgaba a los indígenas la cualidad de propietarios de la tierra. Para una mejor comprensión de este primer decreto conviene referirse a la estructura de la propiedad agraria en las etapas finales del período colonial. Luis Antezana Ergueta describe en su libro “Política agraria en la primera etapa nacional” (Ed. Plural, 2006) el siguiente panorama respecto a la apropiación de la tierra: “al llegar a su fin la etapa colonial y al producirse la fundación de la nación el régimen tenía las siguientes características: a) Las tierras de comunidad originarias, sin títulos de propiedad de la Corona, b) las tierras de hacienda de los españoles, de propiedad privada y las de carácter precario, c) Tierras de caciques indígenas, d) Tierras baldías”.
Antezana apunta que el decreto de Bolívar emitido en Trujillo “estableció que los campesinos comunarios –que hasta entonces sólo poseían sus parcelas en usufructo (posesión precaria o simple tenencia) dentro de la comunidad– fueran declarados propietarios absolutos de sus parcelas”, y transcribe la parte pertinente del decreto relacionado a la entrega de tierras a los indígenas que no la poseían (y a quienes se denominaba agregados, forasteros o yanaconas), que en su artículo 4 disponía de manera contundente que “ningún indio pueda quedarse sin su respectivo terreno”.
Resulta altamente ilustrativo ver plasmadas las ideas de Simón Bolívar en la parte considerativa de sus decretos, en los que expresa que “la decadencia de estas provincias era consecuencia del desaliento con el que se labraban las tierras por hallarse ellas en posesión precaria o arrendamiento” y que “nunca se les había dado a los indígenas el goce de la posesión de las tierras”, lo que era cierto puesto que los recaudadores de impuestos y los propios caciques indígenas usurpaban las tierras para su provecho.
En el decreto de 1824, sin embargo, se incorporaba una limitación. Si bien se otorgaba a los indígenas la condición de propietarios se les restringía su derecho a disponerlas por 25 años, es decir que desde el año 1850 recién podrían vender sus parcelas. Fue Antonio José de Sucre quién modificó tal restricción y permitió la libre venta de tierras al año 1835, aunque como veremos más adelante los terratenientes resistieron estas normas y lograron mantenerlas en suspenso.
En los decretos dictados en el Cuzco, Simón Bolívar determinó que “cada indígena de cualquier edad y sexo recibirá un topo de tierra en los lugares pingües y regados y en los lugares privados de riego y estériles, recibirá dos topos” (un topo equivalía a unos 2.500 metros cuadrados). En otra parte de estas primigenias normas “se prohíbe a los prefectos de los departamentos, intendentes, gobernadores y jueces; a los prelados eclesiásticos, curas y tenientes, hacendados, dueños de minas y obrajes que puedan emplear a los indígenas contra su voluntad en faenas, séptimas, pongueajes y otros servicios domésticos y rurales”. En nuestro país se tiene la convicción que fue el Decreto de Reforma Agraria de 1953 (primer gobierno del MNR) el que abolió la servidumbre o pongueaje, pero, como se puede apreciar, Simón Bolívar lo dispuso ya el año 1825, aunque claramente los terratenientes no acataron esta disposición y los indígenas carecían de organización política o una adecuada defensa jurídica que asumieran como suyos sus intereses. En los hechos el pongueaje como práctica servil desapareció al aplicarse el Decreto-Ley de 2 agosto de 1953 que dio fin al latifundio y al colonato.
En otro de los artículos de los decretos bolivarianos emitidos en el Cuzco se disponía que “los jornales de los trabajadores de minas, obrajes y haciendas deberán satisfacerse según el precio que contraten, en dinero constante sin obligarles a recibir especies contra su voluntad y a precios que no sean corrientes en plaza”. En otras palabras, Bolívar instituía el salario como forma de remuneración al trabajador de una hacienda o una mina, fiel a su visión liberal en la que no cabía la idea de servidumbre o trabajo remunerado en especie; conductas abusivas propias de la etapa colonial que había concluido.
La historiadora argentina Sandra Pérez Stocco, en un trabajo de investigación sobre la tenencia de la tierra en Bolivia a inicios del período republicano, afirma que “la política agraria de Bolívar, que hablaba de igualdad entre los ciudadanos, molestó a la clase terrateniente y se dejaron en suspenso dichos decretos por la Ley del 20 de septiembre de 1825, dictada por el Congreso Constituyente”. Efectivamente el Congreso que deliberaba en la ciudad de Charcas o Chuquisaca (hoy Sucre) dispuso: “queda suspensa la ejecución del decreto de 4 de julio de 1825 expedido en el Cuzco y referente al de Trujillo de 8 de abril de 1824 en orden a la repartición de tierras a los indígenas; entre tanto que los prefectos de los departamentos informen sobre el número de ellos y la porción de terrenos sobrantes, para que según su localidad se modifique y asigne lo que cada uno se le conceptúe necesario”.
La historiadora apunta de manera elocuente que “la distribución de las tierras nunca tuvo lugar y la servidumbre reapareció o tal vez, la expresión más adecuada, es que nunca desapareció” y como prueba de su afirmación se refiere al Decreto Supremo de 2 de julio de 1829 emitido por el mariscal Andrés de Santa Cruz cuando éste ya ocupaba el cargo de presidente de Bolivia que en su artículo segundo disponía que “los gobernadores y curas podrán tener un pongo, un mulero y una mitani mujer de edad, con calidad de que turnen por semanas”.
La cuestión de la propiedad y tenencia de la tierra estuvo desde inicio unida al tributo o contribución indigenal. Bolívar expidió el 22 de diciembre de 1825 en Chuquisaca un decreto por el cual suprimía la contribución impuesta a los indígenas durante la etapa colonial. Años antes, el 1821, el propio Bolívar había emitido en la ciudad de Cúcuta una norma que el Congreso de la Gran Colombia ratificó y promulgó el 11 de octubre de 1821 por la cual determinaba que “los indígenas de Colombia, llamados indios por el código español, no pagarán en lo venidero el impuesto conocido con el degradante nombre de tributo”. En el decreto emitido Chuquisaca dispuso que “la contribución impuesta a los indígenas por el gobierno español, con el nombre de tributo, quedará abolido luego que se haya entrado al tercio vencido en el presente mes de diciembre”.
A propósito de este tema Casto Rojas en su “Historia Financiera de Bolivia” (Editorial UMSA, 1977) indica que “los primeros actos del Libertador Bolívar fueron a favor de la raza indígena. Puso en vigencia los decretos dictados en Trujillo y el Cuzco los años 1824 y 1825, ordenando la repartición de las tierras llamadas de comunidad entre los indígenas poseedores. Estas liberaciones fueron coronadas con la abolición del tributo, que debía llevarse a la práctica luego de vencido el tercio de diciembre de 1825, creándose en cambio una contribución general directa”.
Rojas reflexiona en su obra señalando que, a pesar de las nobles declaraciones del Libertador, tales decretos quedaron solamente como normas escritas, pues el fisco boliviano “no podía renunciar a una renta cuantiosa y saneada como la del tributo, ni era fácil implantar los nuevos sistemas impositivos sobre la renta sin una larga preparación de padrones y una minuciosa avaluación de las rentas imponibles y tampoco era factible organizar de inmediato la propiedad individual del indio, sin un censo previo que sirviera de base de distribución”. En suma, ante esa cantidad de factores que anota Casto Rojas, fue reestablecida la “contribución indigenal” y la repartición de tierras quedó en suspenso.
Carlos Montenegro, en su obra “Nacionalismo y Coloniaje” (Biblioteca del Bicentenario, 2016), nos permite entender en una frase la situación del país en los años iniciales de su vida independiente: “En términos generales, puede establecerse así el esquema social de los primeros días republicanos: la masa india, sujeta a servidumbre económica y personal como durante el coloniaje; la clase popular india-mestiza, ocupando igual que antes, en las poblaciones urbanas el último escalón de las castas que dividían la sociedad colonial misma. En el ápice de la sociedad una aristocracia de descendientes de los conquistadores, de nobles y grandes hacendados, a la cual se sumaron por causa de la Revolución tanto la plutocracia minera y comercial cuanto la clase letrada y los ex funcionarios de la corona”.
Wálker San Miguel es abogado.