La aprobación en la Cámara de Diputados del Proyecto de Ley 528/2024-2025, que pretende imponer nuevos gravámenes a la industria vitivinícola solo puede explicarse como uno más de los diversos despropósitos y tonterías que han caracterizado este proceso preelectoral, caracterizado por la incertidumbre, y donde, en algunos casos, se pretende “hacer cosas” a último momento, probablemente para disimular la mediocridad generalizada de los últimos años.
El mencionado proyecto de ley llega al extremo de la incoherencia y desnuda la ignorancia de los hacedores y ejecutores de leyes sobre una lógica productiva mínimamente sostenible. Ignorancia que, por cierto, tiene mucho que ver con la espiral de pobreza y destrucción ambiental en la que estamos envueltos desde hace tiempo.
La industria vitivinícola boliviana se ha desarrollado en los últimos 30 años “a pulmón”, ganando el mercado boliviano y abriendo diversos boquetes en algunos extranjeros, y lo ha hecho sufriendo la competencia descarnada del contrabando argentino, durante la mayor parte de ese lapso. Es decir, no solo no ha contado con un apoyo decidido del Estado, sino que, además, le ha sido negada la protección mínima establecida por las leyes vigentes, (vulnerada por los distintos niveles de mafias contrabandistas que operan en el país).
Por otra parte, en los últimos años, la cadena ha desarrollado una industria “hermana”, la del enoturismo, que también se desarrolla sin políticas estatales que lo protejan y le brinden condiciones mínimas (transporte, señalización, promoción, etcétera).
Las cadenas mencionadas no solo han tenido el mérito de generar riqueza mientras se agotaban a pasos agigantados los recursos provenientes del gas, sino que han mostrado uno adicional: son compatibles con la conservación del entorno ambiental. El relativamente pequeño valle central tarijeño tiene condiciones ideales para el desarrollo de cultivos de alto valor, lo que, sumado al paisaje y valores culturales, hacen que sea un sitio apto para el turismo (un artículo publicado hacer unos meses en la edición central del New York Times calificó al valle tarijeño como la toscana boliviana). Y para que la ecuación funcione es necesario proteger las fuentes de agua de la región (en la zona funciona desde hace aproximadamente un año el programa “Apoya Sama”, donde seis empresas locales, sin tener ninguna obligación legal, colaboran de manera sostenida con la labor de los guardaparques en la reserva del mismo nombre).
El inusitado interés de los legisladores de marras por cobrar nuevos impuestos al sector vitivinícola contrasta con el desinterés en no hacerlo con otros que han copado lugares centrales en nuestra economía: mineros cooperativistas, productores de coca, comerciantes de tierra (Roger Cortez en un artículo publicado la anterior semana, identifica estos sectores como los de los “tres tráficos” presentes en Bolivia).
¿Tiene algún sentido que el Estado boliviano no cobre impuestos a quienes envenenan la tierra, la queman, la parcelan y la comercializan sin una planificación mínima, mientras pretende aumentarlos a sectores que están haciendo una gestión territorial positiva?
Y queda para una discusión posterior, que en realidad tiene que ver con la viabilidad futura de la institucionalidad boliviana, si la incorporación de sectores históricamente excluidos al manejo de sectores del Estado y de la economía, no debería estar también acompañada de su “formalización”; es decir, su integración al conjunto social, no solo en los temas impositivos, sino en el cumplimiento de las normas ambientales y laborales, etcétera. Un cuestionamiento que no es hecho desde una posición conservadora, si no desde el afán de poder visualizar un Estado que posea una armonía mínima en la diversidad de sus componentes.
¿Puede el valle tarijeño generar un “modelo productivo propio”? Apropiándonos de un término utilizado en la última reunión de embajadores que visitó la región yo creo que sí. Hasta ahora los sectores más innovadores del empresariado local, junto a pequeños y medianos productores y grupos importantes de la sociedad civil, han logrado avances en ese sentido.
Por un lado, numerosos jóvenes se lanzan a montar emprendimientos productivos diversos relacionados con las dos cadenas mencionadas. Por el otro, algunas de las empresas más importantes avanzan en innovaciones productivas clave para la sostenibilidad (como el riego por goteo, por ejemplo) y, finalmente, se establecen nuevos mecanismos de protección de las fuentes de agua como el programa Apoya Sama y el Fondo Municipal de Agua, recientemente inaugurado.
Todavía falta lograr que los distintos niveles de gobierno desarrollen verdaderamente políticas y acciones que favorezcan al sector. Y si eso ocurre, es posible que se puedan conjurar los nubarrones que se ciernen sobre el terruño tarijeño, transmutados a momentos en mineros cooperativistas, loteadores, o legisladores extraviados.
Rodrigo Ayala es gestor ambiental y cineasta.