Bolivia tendrá que afrontar en los próximos meses y años un complejo proceso de transición, bajo el efecto combinado de varias crisis internas –política, económica, social y sanitaria– y en un contexto internacional incierto y probablemente adverso como consecuencia de la pandemia.
El hecho desencadenante del actual proceso de transición fue el referéndum del 21F de 2016 y uno de sus “momentos resolutivos” fue la crisis política ocasionada por el fraude electoral y la respuesta de la movilización ciudadana que terminó con el gobierno de Evo Morales en noviembre de 2019. La accidentada sucesión constitucional que se produjo esos días dio origen al gobierno transitorio de Jeanine Añez cuyo mandato tendría que culminar con la realización de las elecciones generales.
Se sabe cómo comienzan los procesos de transición pero no se sabe cómo ni cuándo terminan. Hablamos de “transición política” para referirnos a un cambio de régimen, no sólo a un cambio de gobierno, que puede producirse con diversos grados de profundidad y amplitud –y de manera ordenada o disruptiva– como pudo evidenciarse en los dos casos precedentes de nuestra historia contemporánea y en otros que se produjeron en la misma época en la región sudamericana y en Europa.
Las dos experiencias anteriores de transición política en Bolivia –la que comenzó en 1978 y que nos llevó de 18 años de gobiernos militares a la instauración de la democracia en 1982 y a las reformas de mercado de 1985; y la que comenzó con la crisis de la democracia pactada en 2003 y que terminó con la victoria del MAS en las elecciones de 2005 y la creación del Estado plurinacional en 2009– tuvieron una duración de aproximadamente siete años cada una. Esos procesos, sumados a los que ocurrieron simultáneamente en otros países latinoamericanos –en oleadas sucesivas de “democratización” posdictatorial, primero, y de “giro a la izquierda” posneoliberal, después– dejan algunas enseñanzas para el proceso actual. Entre ellas:
1. La transición no culmina necesariamente con la elección de un nuevo gobierno sino con la consolidación institucional de un bloque social y político que le asegure gobernabilidad al nuevo régimen. En el trayecto, pueden producirse avances y retrocesos hasta que se consolide un nuevo “pacto social” legítimo y duradero, con frecuencia a través de la aprobación de una nueva Constitución.
2. Las fuerzas políticas del régimen saliente conservan cierto apoyo social a pesar de haber sido desplazadas del poder y no sólo ponen condiciones a la transición, sino que pueden recomponerse e intentar restaurar el “viejo orden”. Si logran hacerlo, la transición se interrumpe momentáneamente pero el curso de la historia –o el sentido común de una época– generalmente termina imponiéndose.
3. La transición desplaza del poder –total o parcialmente– a unos actores sociales y políticos y empodera a otros. Esos actores pueden ser de carácter corporativo, clasista, étnico, partidario o regional y terminan imponiendo su propia narrativa del proceso. Los cambios de régimen –que suelen producirse bajo el influjo de tendencias ideológicas y presiones internacionales– expresan también cambios en la cultura, en las ideas dominantes y en los códigos de comportamiento social y político.
4. El campo político se reconfigura aceleradamente en los procesos de transición y generalmente sin una agenda consensuada ni reglas de juego muy precisas. Cuanto menor solidez institucional tenga el sistema político, habrá mayor inestabilidad en los liderazgos y formaciones partidarias emergentes. Si el régimen saliente tuvo características autoritarias que limitaron la libre asociación política e impidieron la competencia electoral en condiciones de igualdad, las organizaciones democráticas tienden a conformar alianzas para poder hacerle frente, como sucedió con la Concertación en Chile o la UDP en Bolivia.
5. Las funciones y duración de los gobiernos de transición quedan delimitados por la Constitución y/o por los actores estratégicos y cumplen mejor su mandato cuanto más neutrales y cortos son. El origen de los gobiernos de transición suele ser accidental y expresa un acuerdo circunstancial –una suerte de tregua– entre los actores políticos que disputan la conservación del poder y aquellos que procuran su transformación.
6. El cambio de régimen político conlleva una reforma de Estado y un cambio de modelo económico. La transición suele estar precedida o acompañada por una crisis económica que demanda ajustes fiscales para reorientar las políticas públicas y reconfigurar la relación de los actores productivos –y/o los gobiernos autónomos– con el Estado central. Las reformas de Estado pueden realizarse en el marco de la Constitución vigente o, si son más amplias, demandar un nuevo proceso constituyente que forje un nuevo pacto social y fiscal.
A la luz de estas experiencias previas y de las lecciones que nos dejaron, podemos evaluar en qué situación nos encontramos hoy, al inicio de un proceso de transición que comenzó de manera abrupta y se viene desplegando sin acuerdos entre los actores estratégicos.
El mandato de la presidenta Añez
El gobierno transitorio de Jeanine Añez recibió el mandato de a) pacificar el país, polarizado y enfrentado a raíz de la decisión del gobierno anterior de desconocer los resultados del referéndum del 21F, primero, y de las elecciones generales del 20 de octubre, después; b) recomponer el órgano electoral tras la destitución y enjuiciamiento de los responsables materiales del fraude electoral cometido por los anteriores vocales; c) convocar a nuevas elecciones generales –la CPE establece un plazo máximo de 90 días, que fenecía el 12 de febrero de 2020– para la conformación de los poderes Ejecutivo y Legislativo, e inmediatamente después, para la elección de los gobiernos departamentales y municipales; y d) dar continuidad a las tareas administrativas del Estado, garantizando la provisión de los servicios públicos y la vigencia de los derechos fundamentales.
A pesar del carácter fortuito de su investidura, la menguada legitimidad electoral de su partido –el MDS obtuvo el 4,3% de la votación en las anuladas elecciones de 2019– y la improvisación en la conformación de su equipo ministerial, la presidenta Añez asumió con entereza las tareas que le encomendó la sucesión constitucional. Sin embargo, su decisión de perseguir a autoridades y dirigentes del régimen anterior, postular como candidata presidencial, prorrogar su mandato y atender la crisis sanitaria con medidas unilaterales que exceden las atribuciones de una gestión circunstancial, han desnaturalizado el proceso de transición, confiriéndole a su gobierno los rasgos de un régimen de excepción.
En las precarias condiciones de legitimidad con las que asumió el poder, el gobierno de Añez debió haber convocado a un acuerdo nacional destinado a definir una agenda de transición política, atender de manera concertada la emergencia sanitaria y responder a la crisis económica heredada del régimen anterior y agravada por la cuarentena. En lugar de ello, apostó por llevar adelante una gestión gubernamental partidaria y por la promoción de su propia candidatura utilizando los recursos y el aparato estatal.
Lo que presenciamos hoy es la deriva del proceso de transición política y la confrontación de dos proyectos de poder que responden a bloques sociales y regionales antagónicos: el proyecto restaurador del MAS, que representa a las corporaciones sindicales y gremiales de la economía popular, particularmente andina, y el proyecto del partido de gobierno y sus aliados que expresa los intereses económicos y geopolíticos de algunos gremios empresariales, de dos comités cívicos y de aquellas gobernaciones y alcaldías que aspiran a convertir la captura circunstancial del poder en un proyecto nacional hegemónico. Aunque divergentes en su composición social y su orientación ideológica, ambos bloques comparten, con diferencias de grados, las mismas pulsiones autoritarias y aspiran a resolver la disputa de poder por vías no necesariamente electorales. Mientras el MAS moviliza a sus bases para derrocar al “gobierno golpista”, el gobierno de Añez despliega a las fuerzas del orden y al aparato judicial para derrotar al “terrorismo y la sedición”, todo ello aderezado con ingredientes discursivos pre-políticos de carácter étnico o confesional.
Atrapada en medio de estas fuerzas, la ciudadanía democrática aguarda las elecciones como una ocasión para expresar su descontento y corregir el rumbo de la transición política mediante la constitución de un gobierno respetuoso de la institucionalidad constitucional, de los derechos de las personas, de los pueblos y de la naturaleza.
José Antonio Quiroga T. pertenece a Comunidad Ciudadana.