Cada año la asignación de los premios Nobel suscita polémicas en torno a su legitimidad. Este año no ha sido la excepción: el premio por la Paz asignado a María Corina Machado, ha dividido el mundo político -más allá de las motivaciones de democracia y género- en dos bandos irreconciliables entre los defensores (abiertos o encubiertos) del dictador Nicolás Maduro y los admiradores de una mujer valiente y carismática.
Una polémica de menor eco mediático ha surgido en torno al premio Nobel de Economía, asignado a Joel Mokyr (50%), Philippe Aghion y Peter Howitt, por sus aportes a la teoría del crecimiento “endógeno” mediante la llamada “destrucción creativa”. Al igual que la mayoría de mis lectores, soy un lego en teorías económicas, motivo por el cual es necesario aclarar los términos entrecomillados.
El crecimiento endógeno se refiere al crecimiento impulsado por factores internos (capital humano, innovación tecnológica, conocimiento y productividad), en contraste con el dependiente de los recursos naturales o de la inversión extranjera (crecimiento exógeno). Japón ejemplifica el modelo endógeno y Bolivia el exógeno.
Por su parte, la destrucción creativa es un concepto acuñado en 1942 por el historiador y economista austriaco Joseph Shumpeter, quien, además de realzar el rol de la cultura y la educación en el crecimiento económico, observó que una innovación tecnológica mejora la calidad de un producto al tiempo que lo vuelve obsoleto, destruyendo el valor del anterior.
Un caso ilustrativo es la evolución de los teléfonos celulares: cada nuevo modelo mejora y reemplaza al anterior, vanificando todo el esfuerzo económico e investigativo invertido en el viejo producto. Sin embargo, no siempre es así: una excepción es el libro cuyas innovaciones (el e-book) no han logrado desplazar por completo al libro impreso.
Lo cierto es que la inversión en I&D (Investigación y Desarrollo) es efímera y costosa, social y económicamente de modo que surge la pregunta central: ¿quién debe liderar la I&D, el Estado o las empresas privadas? La visión liberal aboga por excluir al Estado o, como sugieren los laureados, limitarla a “proteger” las empresas emergentes del poder de las dominantes.
La realidad, sin embargo, es más matizada. Por un lado, China ofrece un contraejemplo exitoso: con planificación estatal integrada, desde la investigación hasta la comercialización, pasando por la industrialización, ha logrado un crecimiento económico espectacular durante cuatro décadas, sacando a 800 millones de personas de la pobreza. Incluso en los EE.UU., al margen de los mitos de las empresas “de garaje” en informática, la I&D depende en gran medida del complejo industrial-militar que financia la investigación básica en las universidades con fondos públicos, mientras que la aplicación y la producción recaen en el sector privado.
A pesar de estos casos, Ph. Aghion y P. Howitt tienden a minimizar la importancia del financiamiento público de la I&D, al margen de que, en Latinoamérica, la I&D, cuando existe y no es desincentivada, -como bajo Milei en Argentina- suele estar desconectada del aparato productivo.
Personalmente, considero que, en todo lado y especialmente en los países en vía de desarrollo, el rol del Estado es imprescindible para financiar la investigación básica, mientras que la aplicación de los resultados debe corresponder principalmente a empresas privadas, competitivas y eficientes.
En Bolivia, después de las últimas dos décadas perdidas, se espera que el nuevo gobierno impulse la investigación, y evite derrochar recursos en emprendimientos que el sector privado puede y sabe ejecutar mejor. De paso, tendremos una juventud con un mayor espíritu crítico.
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