Soy hija del exilio; (des)afortunadamente nunca lo he vivido. A lo mejor sería otra, o al menos, podría narrar sobre el destierro con el atractivo de hablar en primera persona. Como cuando se ha peleado una revolución y eso faculta arengar en su nombre. No como los que acaparan luchas ajenas que ni los han tocado, haciendo creer al resto que los atravesó alguna vez una flecha envenenada, cuando su mayor derrota ha sido quedarse sin internet justo antes de enviar un tuit sedicioso.
Volviendo al tema, mi alma no tiene muy claro eso de los desarraigos forzosos (pese a que a veces mi lugar –este– me sofoca y frustra. Y pienso en el autoexilio como lo vienen haciendo tantos otros que han perdido la fe). Cuando he dejado atrás ciudades ha sido por voluntad de mis papás o mía. Nunca por asuntos políticos.
En cambio, a mi papá lo obligaron a escapar de su país. Uno que, casualmente, está volviendo al discurso en el que no ha dejado de creer y por el que fue expulsado hace casi cincuenta años. Luego del golpe de Estado que dio Pinochet (uno de verdad, no de esos que aparecen en los cuentos que escriben nuestros vecinos gauchos por encargo, con menos talento que Cortázar, aunque tal vez con más creatividad) mi padre logró asilarse en la embajada de México en Santiago. Pudo esquivar así el Estadio Nacional de Chile, no precisamente como hincha del Colo Colo.
Ya en el entonces Distrito Federal, y luego de varias noches de compartir algún escalón –espero alfombrado–de la escalera de la embajada en la que se acurrucaban los refugiados, lo esperaba un comité de bienvenida. Como los había desde tiempo atrás, por esa tradición afable del estado mexicano, que había recibido a célebres personajes como Trotsky, García Márquez y Buñuel. Le consiguieron una vivienda algo precaria, imagino con un ropero para –como diría un blues de Pappo– las cosas de alguien más guardar, porque él no tenía nada.
Pero ya se han escrito sendos tratados y tragedias griegas sobre el ostracismo. De modo que no hablaré del desgarro que eso provoca. Ni de la desesperación de volver luego de varios años a la patria para que solo el perro, como el Argos de Ulises, te reconozca (nunca olvidaré las lágrimas de mi padre cuando el vuelo de Aeroméxico aterrizó en Santiago. Habían pasado dieciséis años de una salida sin retorno). Y se puede hablar harto de las tristezas, pero los caracteres permitidos para esta nota no resisten, así que solo diré que siempre he pensado que los exiliados que lograron el gusto por la gastronomía del estado anfitrión sintieron menos vacío (no solo en el estómago).
Sin embargo, tengo la impresión de que en lugares como México, a los inmigrantes les toca elegir entre la dignidad de mantenerse lejos de la comida callejera y picante, como lo resolvieron muchos indefensos uruguayos a los que el ají no les había rozado jamás la lengua; y la supervivencia, mejor si acompañada de buena predisposición, como la lograron algunos chilenos, que entendieron que la cosa iba para rato y que lo mejor era entrarle de una vez por todas a la cochinita pibil, sin importar el tiempo que tomara entrenar el esófago. Aunque los que la tenían más fácil eran, por mucho, los bolivianos, a quienes no ha tenido que costarles el tránsito del fricasé al pozole.
Ellos, los que le agarraron el placer a la comida, debieron de sufrir menos penas. Puedo imaginar el abatimiento de los argentinos, tan lejos de sus familias, y otro tanto de sus opíparos asados. En cambio, recuerdo a los compatriotas de mi papá viendo impacientes cómo sacaban un cordero cocinado debajo de la tierra para meterlo a sus tortillas y bañarlo en salsa verde.
Es verdad eso de que al estómago poco le importa la inmortalidad (esa que pretendían los desterrados para sus ideas). De ahí que se empeñe en intentar que a través de él, nos olvidemos de nuestros desapegos pasajeros y sintamos goce. Incluso si vivimos un exilio a la fuerza.
Daniela Murialdo es abogada.
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