Practico una maternidad espaciada. Tuve un hijo poco antes
de cumplir 20 años y recibí otro después de cumplir 40. De modo que debo estar
entre las escasas mujeres del planeta que tienen dos hijos y ninguno parido en
las edades comunes para eso.
Ser mamá muy joven trajo consigo las ventajas del desparpajo y la fácil adaptación a una vida más bien silvestre y a momentos precaria. Mi idealización casi adolescente consiguió que lo que debía ser estresante no permeara ni dejara traumáticas huellas. Tocaba ir a la universidad y volver a las dos horas para cumplir con la lactancia materna exclusiva que yo misma me impuse; tocaba organizar (eso sí de forma compartida con su padre) la casa y terminar el día tomando resoluciones microeconómicas como comprar de 10 pañales menos debido a la estrechez del bolsillo.
Mi juventud me permitió disfrutar las fiestas infantiles (de ésas de las que uno sale con el niño chaposo, su chompa colgando, el globo, la bolsita de recuerdos comprados al por mayor en La Tablada, un pedazo de torta de varios colores y la salteña a medio comer), competir con dignidad en carreras de costales y participar con paciencia casi monástica en reuniones de padres de familia del colegio. Hoy, cuando veo hacia atrás, me pregunto en qué momento perdí esa virtud. La que me ayudaría a empatizar mejor ahora con este chat en el que de repente aparecen 70 mensajes intentando resolver el misterio de la chamarra perdida de uno de los diminutos compañeros de mi segundo hijo. O cosas peores.
Ser madre joven le dio sentido a la letra de la canción de Adrián Goizueta, que en versión de Savia Nueva dice algo como “compañera, nos hicimos uno al otro”. Es que con mi hijo mayor nos hicimos el uno al otro.
Mi maternidad tardía, en cambio, es otra. Con certezas y una vida organizada y estable, y el apoyo de su papá, las decisiones en torno al más pequeño son más pensadas. Ya no corro 1.000 metros planos cada día para llegar a ser varias cosas a la vez: estudiante o profesional, trabajadora, esposa, mamá. Además, juegan a favor de ese hijo el tiempo y la concentración preferentes que puedo procurarle. Tiene de su lado la seguridad y la experiencia mías. Pierde sí, campo para manipularme, pues ya su hermano (que también era un mago de la fraseología) marcó ese terreno. Y ya no me fío.
Hace unas semanas lo regañé. Sí, a ese hijo que no llega ni a los cuatro años. En su impotencia, me amenazó con “autocoronarse como Napoleón y mandarme a la isla de Santa Elena para envenenarme”. Independientemente de que con su papá debamos replantearnos qué libros debemos dejar de leerle, su reacción, repleta de ira, me causó gracia. A mis veintes, cuando mis inseguridades estaban en apronte, esto podría haberme llevado a las píldoras de cianuro.
Pero no solo la edad me moldeó como madre. Más definitorio aún, fue el sexo de mis hijos. Pienso, por ahora, en los dos géneros clásicos (hombre/mujer), a riesgo de que el progresismo de la intersexualidad se ofenda.
Mis dos hijos son hombres, lo que ha acentuado mi fe en los designios divinos. Dios supo siempre que yo no hubiese podido criar hijas mujeres. Como primera medida, no gozo de habilidades estilísticas; el peinado minimalista que hubiesen llevado a diario en sus cabellos habría generado su envidia por las trenzas francesas o de sirena de las amigas y la vergüenza por su inútil madre.
A eso, que no es un detalle menor, debo sumarle que, habiendo sido yo un marimacho hasta llegada la pubertad, me habría costado compartir una fiesta del té en una casita del árbol. Lo sé, esa preocupación no encaja con la vanguardia actual y no debería yo ver el mundo femenino de color rosado, porque podría ser celeste. Es que quizás me hubiese nacido una princesa Elsa cuando mi capacidad de comprensión habría alcanzado solo a una Fiona.
El mayor alivio causado por los ecógrafos, anunciando que mis hijos eran hombres, fue saber que eludiría la ansiedad de la llegada futura de una adolescente telenovelesca como lo fui yo (de esto hablaré en otro texto, pero de aquí a 30 años).
Ya pasé por el tránsito adolescente de uno de mis hijos. Su natural rebeldía fue tan solo una forma –algo tenue– de reafirmar una seguridad inexistente o por lo menos invisible. Él sentía, pues lo ordenaba el manual universal de los púberes, que debía utilizar frases hechas que me hicieran pensar que, si no hacía lo que él quería, dejaría el hogar como Ulises abandonando Ítaca, para volver 20 años después, si acaso. Yo, en cambio, sabía que a sus 15 no saldría ni de su dormitorio.
Paradójicamente, hubiera preferido acompañar a una hija en los momentos trágicos de sus amores imberbes. Hubiese sido más capaz de pasarle el kleenex y persuadirla de que lo mejor sería dar un giro a sus expectativas ante los hombres. Le habría contado que a veces funciona mejor descender a su estadio de sencillez, que esperar a que ellos asciendan a nuestra curiosa complejidad. Me tocó, en cambio, llorar, para sorpresa de mi hijo colegial, mientras me contaba que había besado a otra chica en el campamento escolar, cuando “su” chica lo esperaba en la ciudad. No pude gritarle entonces todas las malas palabras que quería (pese a mi talento para ello), de modo que mi llanto y su incredulidad pasaron a ser motivo de burla familiar por años.
Me ha pasado siempre con mi hijo mayor y me ocurre ahora con el chiquito, que así como puedo asfixiarlos con abrazos o agobiarlos a besos, los desconcierto con mis estridentes reprensiones. Y aun así tengo la convicción de que cualquier resentimiento que esos regaños acarreen no durará ni 10 minutos (lo que no garantiza, también lo sé, que no sean materia de largas sesiones de psicoanálisis en su futuro).
Las madres de hijos hombres alimentamos, sí, más miedos al momento de entregarlos a sus parejas. Cuando el verdadero riesgo está entre empeñarlos a una nuera bruja o (si fueran mujeres straight) a un yerno bobo, yo preferiría quedarme con una tonta conversación con el yerno que con el pesar de un hijo hostigado. Esto sucede porque, imagino, las madres tradicionales tendemos a la sobreprotección de los hijos hombres. En las hijas se deposita una confianza emocional de la que ellos no gozan del todo. Esa confianza tiene base en la supuesta independencia de ellas y en el hecho de que, en última instancia, presumimos que las hijas podrán buscar refugio en sus madres siempre.
Aunque tal vez también habría sido mamá sobreprotectora de haber tenido hijas. Mi tendencia a mantener a mi rebaño cerca me convierte en un personaje de Woody Allen. Como el de la madre que se le aparece en el cielo por donde él camina. Es que soy la mayor de cuatro hermanos. Crecí con mi atención sobre ellos y luego sobre mis hijos. Mi tranquilidad (¡ay!) depende de su bienestar y del de mis sobrinos y…
Y soy mamá de mi mamá. Desde sus 19 años que también crecemos juntas. Así, de oficio creo que la ayudo con sus preocupaciones, experta y maniática como soy por las mías. De ella hablaría, por ejemplo, el Día de la Amistad. Pero por lo pronto, diré que no sólo yo, sino también mis dos hijos, cada uno con palabras de su edad, desearían que existiera el Día de la Abuela, para festejarla con fuegos artificiales y una gran banda musical.
Daniela Murialdo es abogada y mamá feliz.
@brjula.digital.bo