Los últimos estudios ya advierten de que nuestros jóvenes padecen de una “insatisfacción endémica” en todos los sentidos. Ya no es una coyuntura o un problema temporal. La crisis económica, la precariedad laboral y la ausencia en un futuro cierto en el corto plazo han dinamitado las esperanzas de un futuro mejor en nuestras nuevas generaciones.
Bolivia es el país más joven de Latinoamérica y es, al mismo tiempo, la nación gobernada por los políticos más viejos, de una media de 60 años para arriba. Según cifras, entre las autoridades de todos los niveles, sólo un 4% correspondería a menores a 40 años.
Claramente no hubo una renovación de liderazgos ni de cuadros políticos debido, en primera instancia, al constreñimiento político del masismo y su persecución salvaje a cualquier clase de oposición; incluso dentro del propio MAS, que acarreó su fallecimiento electoral a causa de su estéril caudillismo.
Durante más de 20 años se proscribió el ejercicio abierto de la política y un reducido grupo intolerante, abusivo y corrupto monopolizó el máximo ejercicio de ciudadanía, algo propio de los regímenes socialistas. Una élite, un Politburó, una rosca que gozó de las mieles y ventajas que condujeron a corruptelas y abusos de poder alarmantes, las mismas que quedarán debidamente registradas en los anales de la historia democrática de Bolivia como la mayor infamia y agravio a todos los bolivianos.
Si cruzamos esta data de viejos gobernando un país de jóvenes, con los estudios de los especialistas en salud mental, cada vez se detecta una mayor presencia de ansiedad, depresión en nuestros adolescentes y jóvenes, que se traduce en un malestar e insatisfacción endémica. Al igual que el preocupante incremento de adicciones y el retraso en la edad de inicio de las relaciones sexuales, algo cada vez más agudo.
Las presiones de las redes, el postureo, la perfección, el hedonismo y el ensimismamiento están provocando una caída de las relaciones sexuales en nuestros jóvenes. Y debe preocuparnos, porque es sano –muy sano– que los jóvenes disfruten de su cuerpo, de su felicidad, de su erotismo, de sus parejas. Así se construye el tejido social: con enamoramiento, amor, confianza y sexualidad.
Suena inconsistente, pero el sentido bajísimo de representación política, social y, hasta, incluso, cultural siembra esta descomposición. Los jóvenes ven al actual sistema, en su conjunto, como algo que no les entregó nada, que no los benefició en nada, que no resolvió ninguna demanda social y, peor aún, que los tiene atrapados en una precariedad económica absurda, sin sueños, sin opciones para prosperar.
Una investigación en Estados Unidos reveló que cuando se consulta a los padres de familia norteamericanos si sus hijos tendrán una mejor o peor calidad de vida, más del 68% asevera que su descendencia vivirá en peores circunstancias que ellos, que ya son casi paupérrimas. De ahí se entiende el trumpismo, el odio irracional al migrante y el brutal sentimiento de nacionalismo, igual que en Alemania, Francia, Inglaterra, y ahora en Dinamarca, Finlandia y Noruega.
La sensación de que el sistema les falló, que alguien, o un grupo social específico, les está robando su futuro es peligrosísimo, sin mencionar los fanatismos religiosos musulmanes extremistas.
La radicalización es propia de la crisis económica y social, sino no habrían alcanzado el poder político extremistas que hipnotizan a las juventudes y las conducen al abismo. Esta historia ya la vivimos y fue caldo de cultivo de revoluciones sociales. Cuando los jóvenes se hartan y se agrupan derrumban sistemas y descalabran gobiernos.
¿Es esta –otra vez– una generación perdida?
Lo más crítico, como siempre, es que este descalabro afecta más a las mujeres jóvenes, cuyos niveles de malestar son significativamente más altos que los de los hombres jóvenes. De hecho, es casi una constante en todos los estudios que analizan el impacto de internet y las redes sociales en el bienestar negativo percibido en las mujeres. Esta problemática afecta el doble a las jóvenes.
Entonces, el tema de fondo que se debe analizar es que incorporarse en el mercado laboral en épocas de recesión, de crisis económica, de descontrol social de pobreza cultural y educativa está teniendo consecuencias nefastas y persistentes en toda la trayectoria salarial de los jóvenes. Su condena permanecerá a lo largo de los años y podría durar hasta una década. O, quizás, mucho más todavía.
Nos quedaremos huérfanos de nuevos profesionales, de nuevos emprendedores, de empuje, innovación, creatividad, motivación, de amor; sólo habrá bronca y un nudo en el estómago. Ojalá me equivoque.
Javier Medrano es periodista y cientista político.