Los aeropuertos deben concentrar un gran número de historias emotivas y
excitantes. Pero aun cuando lo que en ellos se vive sea inquietud por el lugar
que se conocerá, alegría por el encuentro familiar que vendrá, o ilusión por el
congreso al que se asistirá, estos lugares causan harta ansiedad y estrés.
Estudios han comprobado cómo la presión arterial de quienes deben realizar un viaje aumenta apenas cruzan el umbral aeroportuario y oyen los altavoces en los que las amables locuciones se convierten en uno de esos sonidos persistentes, de los que se toma conciencia solo cuando se silencian (como el ruido sistemático que producen los refrigeradores en el hogar).
En estos tiempos de Covid la agitación se ha multiplicado. No es la amenaza del contagio pero algo más aterrador: que nos devuelvan a casa por incumplir los diez requisitos sanitarios exigidos, o nos lleven a enjaularnos a alguno de esos hoteles en los que los guardias ya no vigilan la caja fuerte sino a los huéspedes fugitivos que se saltan sus cuarentenas “preventivas”.
Esos miedos van separados de la aerofobia, que muchos padecemos. Esta aversión hace que nosotros, los temerosos a volar, no logremos mantener la compostura al primer anuncio del capitán de una “eventual turbulencia que de ningún modo afectará la seguridad del vuelo (subrayadas estas tres palabras)”.
Aunque en honor a la verdad, nunca he sufrido ninguna experiencia trágica en un vuelo que pudiera brindar una pizca de racionalidad a mi fobia. Bueno, quizás una, que no estuvo relacionada con alguna falla mecánica o la impericia del piloto. Mientras el azafato, un costarricense muy guapo (disculpen el pleonasmo) se agachaba para sacar un jugo del carrito -que algún pasajero delante mío había pedido- yo trataba de recoger mi suéter del pasillo. En un movimiento que los compasivos considerarían un clásico ejemplo de “error no forzado”, le di una palmada en las nalgas. Frente a su cara de asombro (espero no de pánico) no pude explicarle que había sido involuntario (aunque con el subconsciente nunca se sabe). Lo sé, tampoco podré convencer a mis lectores de malos pensamientos. Afortunadamente nunca recibí una denuncia por acoso, pues en esa época no existía un movimiento #MeToo que me bancara.
No, la zozobra en los aeropuertos es más la desconfianza en la administración del viaje: que los boletos estén mal emitidos, que las maletas no lleguen a destino, que el tiempo avance y las filas de migración no, que no se logre la conexión.
En esos reality shows que transmite NatGeo como “Alerta Aeropuerto” –que solo vemos los pecadores a los que el morbo vence- se palpa la angustia de aquellos pasajeros que deben sortear autoridades y perros para traficar droga. Una angustia similar a la que podemos sentir quienes no portamos ninguna sustancia susceptible de dar positivo “para alcaloide cocaína”, sino (solamente) frascos de mole, o un par de quesos frescos (como los que compraba un colega peruano en Patacamaya luego de las reuniones de trabajo en Oruro y que metía en su portafolio, no sin antes persignarse y rogar no cruzarse con un aduanero con hambre en su regreso a Lima (lo del hambre no es metafórico; solo).
Pareciera que en un aeropuerto nos volviéramos si no delincuentes, por lo menos sospechosos. A partir de ahí, queda únicamente demostrar nuestra inocencia. Lo que resulta difícil si a la primera pregunta del aburrido funcionario de Migración comenzamos a transpirar; como lo hizo el personaje estadounidense de la brutal película Expreso de medianoche aquella vez que traficaba hachís desde Estambul, como lo había hecho tantas veces antes, solo que sin la entereza que lo había salvado en los viajes previos.
Quizás porque soy de quienes temen a los aviones, y dejo por tanto mi intranquilidad para después del despegue, los aeropuertos no me estresan. La burocracia y las filas; la hostilidad de los funcionarios; el extravío del equipaje (poco extraordinario en mi caso); la violación a la privacidad y el toqueteo a la intimidad en busca de algún narcótico escondido en la costura del sostén, no perturban mi psique.
Esa (falta de) sensación es la que me ha hecho experimentar sin traumas episodios que sí pudieron costarme la vida en un aeropuerto. Como cuando olvidé la computadora de mi esposo (en la que reside su oficina móvil en los viajes) en la bandeja de control con escáner y luego de advertirlo rajé a rescatarla a unas veinte puertas del embarque de uno de los aeropuertos más infinitos de Sudamérica.
Pensándolo bien, mi vida no estuvo en riesgo. Mi esposo -mientras me veía correr- y yo -mientras corría- sabíamos que si la computadora había sido ya destruida (nadie abandona una máquina en un aeropuerto si no es para hacerla explotar…) yo no volvería a la sala junto a él y el resto de mi familia. Por el contrario, tomaría un avión hacia otro continente para no volver jamás. Total, con tanta pena, no habría sentido miedo a volar.
Daniela Murialdo es abogada y escritora
@brjula.digital.bo