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Mundo | 18/04/2025   04:49

|ANÁLISIS|La gran traición: cómo América dejó de ser América|Horacio Calvo|

La reciente ofensiva política contra universidades de prestigio como Harvard, Princeton o Stanford ilustra con claridad el nuevo clima de desconfianza hacia las instituciones del saber. Lo que antes era símbolo de excelencia, hoy se presenta como enemigo ideológico. Desde los pasillos del poder se multiplican los ataques contra la libertad universitaria.

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Brújula Digital|18|04|25|

Horacio Calvo 

Durante décadas, Estados Unidos fue más que una nación: fue una promesa. La libertad individual, el imperio de la ley, la movilidad social y una idea casi sagrada de solidaridad cívica definieron lo que se conoció como el “sueño americano”. Un modelo imperfecto, sin duda (y hasta hace unas décadas abiertamente discriminador y racista) pero capaz de inspirar a millones en todo el mundo. Sin embargo, esa promesa parece haberse resquebrajado desde dentro. La América que se autoproclamaba garante del mundo libre ha comenzado a traicionar sus propios fundamentos. 

La libertad de expresión, piedra angular del espíritu estadounidense, ha quedad atrapada en una doble pinza: por un lado, la intolerancia ideológica; por otro, la presión del control institucional. La polarización política ha desdibujado los matices y en su lugar se impone una lógica de trincheras donde el disenso se penaliza. La discusión racional ha sido reemplazada por la cancelación rápida y el señalamiento moral, erosionando el espacio que permite el diálogo democrático. 

Este fenómeno no es exclusivo de la sociedad civil: alcanza a las esferas institucionales, los medios y, con cada vez más virulencia, al mundo académico. 

La reciente ofensiva política contra universidades de prestigio como Harvard, Princeton o Stanford ilustra con claridad el nuevo clima de desconfianza hacia las instituciones del saber. Lo que antes era símbolo de excelencia, hoy se presenta como enemigo ideológico. Desde los pasillos del poder se multiplican los ataques contra la libertad universitaria, se cuestionan investigaciones, se amenazan fondos y se impugnan procesos de admisión con fines claramente partidistas. 

Más allá de las legítimas críticas que cualquier institución debe poder recibir, lo que preocupa es la intención de debilitar el pensamiento crítico y desacreditar la ciencia. Se criminaliza la reflexión compleja en favor de un discurso simplista y nacionalista que rechaza el matiz, la duda, el debate. Es un síntoma revelador: cuando una democracia comienza a desconfiar de sus universidades, lo que está en juego no es solo el conocimiento, sino el alma misma del sistema democrático. 

Una solidaridad en retroceso

El país que se presentaba como tierra de oportunidades hoy muestra un rostro endurecido. Las brechas económicas se han ensanchado, el acceso a la salud y a la educación se ha precarizado y el ascenso social, ese motor histórico de la narrativa americana, se vuelto cada vez más improbable. Las políticas públicas han girado hacia la exclusión en nombre de la eficiencia, relegando a millones a la periferia del sistema.

La inmigración, antaño celebrada como fuerza vital del país, es tratada hoy como amenaza. Se levantan muros, físicos y legales, que contradicen la tradición integradora que durante generaciones definió el carácter estadounidense. 

La política del cinismo

En el plano institucional, la degradación democrática se expresa en una creciente tolerancia hacia la manipulación, el sectarismo y la retórica del miedo. Las reglas del juego democrático, desde la independencia judicial hasta la legitimidad del voto, son objeto de ataques sistemáticos. La lógica del poder ha sustituido al principio del bien común. La política exterior, por su parte, ha abandonado el lenguaje de los derechos humanos (entre otros ejes tradicionales) para adoptar una diplomacia transaccional que privilegia alianzas coyunturales por encima de valores sostenidos. 

¿Una decadencia irreversible?

Pese al panorama sombrío, no conviene caer en el fatalismo. La historia de Estados Unidos es también la de sus renacimientos. Momentos de crisis como el actual han sido, en otras épocas, el preludio de profundas transformaciones sociales. Pero para que eso ocurra, será necesario un esfuerzo colectivo por recordar lo esencial: que la grandeza de América no residía en su poder, sino en su aspiración a la justicia, en su capacidad para incluir, en su voluntad de corregirse.

La gran traición no es una fecha ni un hecho puntual. Es una deriva lenta, insidiosa, que se manifiesta en gestos cotidianos, en leyes, en discursos, en silencios. El verdadero reto será, quizás y por lo tanto, recuperar la fe en una idea de país que parece haberse extraviado. 





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