Resolvemos la crisis de manera oportuna asumiendo las medidas necesarias o nos conformamos con el regocijo de no hacer daño a nadie y prolongamos la agonía hasta colapsar el país.
Brújula Digital|30|12|2025|
Carlos Armando Cardozo
Hace algunos días leí una columna escrita por Estefaní Tapia, quien señalaba que existía una suerte de indiferencia frente al costo del ajuste en especial con los sectores más vulnerables. Al tildarlos de “masistas”, el resto de la población cuestionaba sus pesares y los desestimaba por considerarlos, muy en el fondo, una consecuencia directa de sus elecciones previas por ende justo.
Mostrar una actitud empática frente a los pesares de los demás es interpretado como un “buenismo” estéril en comparación a la magnitud de la crisis económica que se debe afrontar los próximos años. Es esta visión exclusivamente economicista la que Tapia considera insuficiente y reduce el coste social a simples cifras frías en la tabla de algún ministerio que no salen de una discusión de pasillo en alguna dependencia pública.
Concuerdo con la autora en que la crisis castiga más a los sectores vulnerables, pero cuestionó el hecho de señalar los matices con los que varios grupos de la sociedad boliviana absorberán el costo social del ajuste. La desigualdad es un estado natural del ser humano. La igualdad, en este caso, constituiría un acto de injusticia en sí al ejercer mayor presión a los estratos más altos para aligerar la presión sobre los estratos más bajos en situación de vulnerabilidad.
Que los ricos paguen el ajuste ¿Por qué? ¿Es acaso un acto de justicia natural que sirve para compensar las distancias entre el decil más alto y el decil más bajo? Si la respuesta es afirmativa debe concluirse entonces que los últimos 20 años el Estado ha orientado sus políticas públicas a beneficiar directa o indirectamente la acumulación de riqueza en favor de ese 10% de la población con rentas más altas.
Ergo su acumulación de riqueza proviene de mecanismos no legales o preferenciales. a los que tenían acceso exclusivo frente al 10% de la población de rentas más bajas. La realidad dicta que los sectores más acaudalados se beneficiaron porque en el fondo la estructura institucional no contempló las consecuencias de su diseño al aplicar las políticas públicas.
Al intervenir, el Estado boliviano desencadenóo ventajas que algunos sectores capitalizaron. Ejemplos hay varios: la intervención superficial del sistema de pensiones, a través de la Gestora Pública, y los límites a las inversiones en activos no nacionales obligó a que los aportes circulen por tres vías dirigidas hacia la agroindustria.
Primero a través de los bonos emitidos por estas empresas en la Bolsa de Valores Boliviana. Segundo a través de los bonos corporativos de las entidades del sistema financiero que cotizan en ese mercado y que permiten concentrar capital que es redirigido hacia proyectos de la agroindustria.
Tercero, los fondos de inversión que tienen en su cartera tanto activos de la agroindustria, así como bonos corporativos provenientes del propio sistema financiero. Esto ampliamente explicado por el economista Stanislao Czaplicki Cabezas .
Por otro lado, están las cooperativas mineras que están constantemente cruzando la línea de la legalidad, sin un control efectivo de las dependencias del Estado en los rubros minero y ambiental. La Ley minera establece alícuotas bastante bajas que no compensan el costo social y ambiental que este sector genera como resultado de sus actividades. Aún así se permiten el lujo de no declarar la totalidad de su producción, por ende los ingresos provenientes de este sector se traducen en ingresos por debajo de su valor real.
El sector financiero ha sido el socio silencioso en el colapso económico del país. Generando una espiral de créditos baratos, sin oponer resistencia bajo el amparo del propio Banco Central de Bolivia, hipotecando los dólares depositados por sus clientes en las bóvedas de dicha entidad sin mayor remordimiento bajo la consigna de que “usted es el jefe”.
La iliquidez que se vive hoy vino acompañada de grandes ganancias para este sector, que sacó su mejor tajada de la vigencia del Modelo Económico Social Productivo Comunitario, porque, dado que sus ingresos, dependen de la intermediación financiera entre prestamistas y prestatarios, el discurso alegórico de la demanda interna de sus autores congeniaba muy bien con los intereses del sector financiero. El riesgo se socializó en el momento en el que el Gobierno nacional decidió bajar la tasa de interés por debajo de sus niveles naturales.
Lo expuesto responde no a la maldad o la despiadada imprudencia de los gobernantes, simplemente a un intercambio propio de la naturaleza humana: lo que estoy dispuesto a ceder o sacrificar por lo que quiero ganar.
¿Qué no es recomendable una interpretación economicista del problema? Claro que sí, es necesaria, porque llevamos 20 años tomando decisiones inmorales disfrazadas de política económica y social. Resolvemos la crisis de manera oportuna asumiendo las medidas necesarias o nos conformamos con el regocijo de no hacer daño a nadie y prolongamos la agonía hasta colapsar el país.
Reducir impuestos, flexibilizar el mercado laboral para formalizar el empleo, no para precarizar el mismo, como la informalidad de hoy en más del 80% de la economía nacional; soltarle la mano al sistema financiero dejando que estos compitan entre sí como cualquier otra empresa, sin usar las rueditas de auxilio que el Banco Central de Bolivia les brinda a título de prestamista de última instancia, y quitar cualquier tipo de beneficio en los sectores económicos corporativos alrededor del Gobierno (transportistas, mineros, sindicalistas, agroindustriales, gremiales, etcétera)
Estaremos bien. El costo social puede reducirse, pero nunca será nulo. Aprendamos a vivir con eso.
Carlos Armando Cardozo Lozada es economista y presidente de Fundación Lozanía.