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Cultura | 06/12/2020

“El cine silente” boliviano, de Pedro Susz

“El cine silente” boliviano, de Pedro Susz

Brújula Digital |6|12|20|

Fernando Molina / Tres Tristes Críticos

Hace algunos meses publiqué en este mismo blog una reseña de La pantalla indiscreta, una historia de la industria y el consumo cinematográfico en Bolivia debida al gran historiador Antonio Mitre. En esta obra se hacía una referencia elogiosa al estudio de Pedro Susz sobre el cine boliviano de la época silente, aparecido inicialmente en la obra La Campaña del Chaco y el ocaso del cine silente boliviano y luego como primer capítulo de la Historia del cine boliviano que dirigió Carlos Mesa y publicó Plural en 2018. No había leído ni la monografía de Susz ni el libro de Mesa, algo que decidí corregir en estos días. El resultado de esta lectura se verá en esta y otras, estimo, dos pequeñas reseñas.

Pedro Susz es el más experimentado y uno de los dos o tres más importantes críticos de cine del país. También es un teórico de la comunicación social, autor de dos gruesos volúmenes dedicados a pensar las industrias culturales y se ha desempeñado con corrección y sin demasiadas críticas en la gestión municipal paceña. Su obra pública más importante fue la fundación, junto con Mesa y otros, de la Cinemateca Boliviana, la cual dirigió en los mejores años de esa institución. Bueno, estas cosas probablemente ya las sepan los lectores, aunque nunca hay que perder la esperanza de que alguien muy joven también se haya incorporado a ellos.

Como escritor, Susz es disímil. Uno es el crítico mordaz y barroco de las columnas que firma en La Razón. Otro, el pensador más bien machacón y larguero de las obras teóricas. Uno tercero, por último, es el Susz ensayista, que, a juzgar por la obra que comentamos, por su ensayo sobre Fellini y por otro excelente que escribió sobre la Asamblea Constituyente, habría que considerar el mejor de todos. 

Su monografía histórica sobre el cine silente está escrita con claridad, inteligente acumulación de datos (los precisos para presentar un panorama impresionista convincente de la época en la que las películas mudas estuvieron en las pantallas bolivianas: 1897-1940) y, además, un rasgo que también está muy presente en sus críticas, sentido del humor. Esta combinación hace que la lectura de este texto sea provechosa y al mismo tiempo entretenida.

Susz comienza presentando una microhistoria de la cambiante definición que han hecho los historiadores del cine boliviano Raúl Salmón, Alfonso Gumucio y Carlos Mesa sobre la fecha de inicio del cine en Bolivia, fecha que, conforme han ido apareciendo nuevos indicios en la prensa de la época, se ha ido recorriendo hacia atrás. Como es obvio, de aquellas experiencias solo han quedado las crónicas periodísticas. Quizá en un país menos desorganizado que el nuestro también habrían permanecido otra clase de documentos, permisos de exhibición, minutas de importación, cosas así, pero no es el caso. Antonio Mitre también tiene un papel en esta microhistoria, con sus propias contribuciones al conocimiento de la recepción boliviana del cine, aunque, como es lógico, esta intervención no sea recogida por Susz, cuyo trabajo es muy anterior a La pantalla indiscreta.

Susz presenta sin grandes originalidades, pero de forma eficaz el contexto histórico en el que se desenvuelve la muy nobel industria del biógrafo (“representación visual de la vida”, que se usaba al principio en lugar de “representación visual del movimiento”, que sería la denominación triunfante). En ese momento, el biógrafo todavía era un espectáculo que explotaba la curiosidad por las novedades tecnológicas y por los paisajes y costumbres exóticas, y no el “séptimo arte”. Por tanto, interesaba más a los jóvenes en busca de diversión que a los escasos intelectuales que tenía el país, que más bien protestaban contra él, considerándolo un muy mal sustituto del teatro que La Paz y otras capitales bolivianas no tenían.

Esto fue cambiando con el tiempo. Aparecieron salas permanentes, algunas de las cuales llegarían –como instituciones o al menos como nombres– hasta mi generación. Se llamaban “teatros” primero y, luego, “cine-teatros”. Además del Municipal, que también se usaba para representar las escasas obras teatrales que entonces se preparaban, estaban el Teatro París, el Princesa, el Miñón, etc. La cartelera estaba mayoritariamente ocupada por películas estadounidenses y ya había comenzado el culto a las actrices y los actores famosos.

A diferencia de Mitre, Susz también está interesado, y prioritariamente interesado, en la producción nacional. Cuenta las desventuras de los primeros cineastas nacionales, una serie de pioneros que dejaban tan poca huella en el olvidadizo periodismo de la época que una y otra vez eran presentados como los “primeros” en producir una película boliviana de ficción. De estos esfuerzos efímeros ha quedado físicamente Wara Wara de José María Velasco Maidana, que por esas cosas de la suerte se ha convertido en “el” precursor de la cinematografía nacional. El argumento de esta película y los de otras coetáneas nos indican que el cine boliviano nació siendo indigenista, un género en el que, posteriormente, daría algunas de sus mayores obras. Sin embargo, su indigenismo primigenio era “romántico”, por llamar así a una retórica sin penetración política ni sociológica sobre seres que, incluso cuando se quería reivindicar, se representaba de forma racista. Susz está consciente de esto, en este capítulo –y en toda su obra– muestra una conciencia política que, entre otras cosas, lo hace uno de nuestros intelectuales más respetables. 



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