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Cultura | 02/11/2022

Cuento: El precio de una pasión

Cuento: El precio de una pasión

Por Odette Magnet

Mi padre golpeó la puerta de mi dormitorio dos veces. Entró. Yo tenía la cabeza hundida en un libro, sobre mi escritorio. A mis pies, una pequeña estufa eléctrica. En esa época yo cursaba primer año de Derecho en una universidad privada. 

-Te invito a caminar por el barrio -me dijo-. 

El tono se asemejaba más a una orden que a una invitación. Los momentos a solas con él eran muy escasos de modo que acepté sin pensarlo más. 

Era una tarde de domingo inusualmente fría. El sector de Plaza Egaña estaba casi vacío. Algunos faroles iluminaban las esquinas sembradas de basura dispersa, trajinada por algunos perros hambrientos. Mi padre pasó su brazo por mis hombros y me advirtió que necesitaba contarme algo, que a lo mejor lo diría en forma desordenada, como pensando en voz alta. Se veía pálido, muy envejecido. 

-Me van a matar, hija -me dijo casi en un susurro al tiempo que se levantaba el cuello de su chaqueta-. He recibido algunos llamados telefónicos, notas anónimas, traidor a la patria, me dicen. En fin, amenazas. Sé que me siguen, me vigilan, a toda hora. Si algo me pasa quiero que estén tranquilas, tu mamá y tú. Que tú estudies, que persigas tus sueños y no te llenes de odio. Las amo profundamente, pero no voy a renunciar a mi causa, te lo advierto.

Lo dijo todo con mucha angustia, rápido, como si cada palabra le oprimiera el pecho. Hasta ahí llegó su monólogo. Hizo una pausa, respiró profundo, y apretó mi hombro con fuerza. Yo me detuve, busqué su mirada, pero de él no salió una sílaba más. Su barbilla tenía un leve temblor. Quise decirle que lo quería tanto, y contarle de mi más preciado sueño, pero en ese instante cruzamos la calle y él dio un leve salto, esquivando un charco. De regreso a casa, ambos guardamos silencio, con las manos enfundadas en los bolsillos de nuestras chaquetas. Estaba atorada con preguntas, pero no me atreví a formular ninguna. Pensé que era mejor no insistir o, quizás, no quería saber. No volvimos a hablar del tema.

Un par de meses más tarde mi padre moría en un extraño accidente automovilístico, según la versión oficial. Conducía solo, rumbo a Valparaíso. Allá tendría una reunión con varias agrupaciones gremiales de la zona. Nunca llegó. Su auto, totalmente destrozado, fue hallado por un par de lugareños a la orilla de un camino de polvo cerca de Casablanca. Los vidrios estaban rotos, las llaves en el contacto, faltaba la radio. Bajo su asiento se encontró una botella de pisco medio llena. Encontraron su cuerpo al día siguiente en las aguas de un canal, a dos kilómetros de su vehículo. Conducía en estado de ebriedad, informó la prensa de la época. Confuso incidente, decían otros. Un homicidio, la orden vino de arriba, remataban los más sueltos de lengua, en privado. De confuso, nada, pensé. Absurdo: mi padre no bebía. Jamás lo había visto tomar una cerveza siquiera. Había sido un crimen bien calculado, como tantos otros.

Joaquín Montero, un conocido dirigente sindical, férreo opositor a Pinochet, se había vuelto una piedra en el zapato del dictador. Una grande. Desde hace años estaba empeñado en crear un gran frente laboral unitario de oposición a la dictadura. Exigía trabajos dignos, libertad, justicia, aumento salarial. Defendía el derecho a huelga y promovía el paro indefinido. En medio del infierno, mi padre -junto a un puñado de dirigentes- reclamaba por el retorno a la democracia, no esperemos mañana, gritaba al viento, ¡hoy es cuándo!

Ya había sido relegado por tres meses a Melinka, dos veces encarcelado, y por milagro no lo habían expulsado del país. Siempre creí que era cuestión de tiempo, pero nunca imaginé que optarían por asesinarlo, la presa elegida. La barbarie desatada.

El contenido de la supuesta investigación sobre el caso nunca lo conocimos y tengo serias dudas de que alguna vez ésta se hubiese iniciado. Para ser justa debo decir que mi padre había procurado estar presente en mi vida, en la medida de lo posible, como decía mi madre, arrimada a la sombra de este hombre grande, robusto como un roble, entregado por entero a la lucha sindical. Nunca lo dijo, pero estaba claro que para él la justicia social era más importante que el bienestar de su familia. La mía siempre fue coja. Suena duro decirlo, pero así nomás era. Me demoré años en comprender que no era falta de cariño, como dice la canción, solo que su compromiso social se había convertido en una especie de apostolado, que dejaba poco espacio para algo más.

Fui hija única, una niña de piernas flacas, alta, tímida. Me convertí en una adolescente enrabiada, solitaria. Mi padre me vio crecer en forma intermitente, con encuentros ásperos, silencios profundos. Lo amaba y lo odiaba en partes iguales.

Le tenía bronca y me llenaba de orgullo cuando lo escuchaba hablar en las asambleas. Era un gran orador. Más que nada lo extrañaba. Nunca encontré el momento para enrostrarle sus ausencias y en las noches, antes de dormirme, sentía que mi ira iba brotando como callampas en un bosque húmedo.

Su muerte lo cambió todo. Sin perdón ni olvido, retomé mis estudios y me sumergí en los códigos penales y civiles, las relaciones internacionales, la seguridad social, los contratos, una infinidad de materias. Hasta que caí en la cuenta de que había dos caminos: o dejaba la carrera de Derecho o me iba derecho al suicidio. Detestaba las leyes, no las entendía, me aburrían. Totalmente inútiles, más en dictadura. No lograba imaginarme en los tribunales, con un traje sastre, tacones, o en un bufete, rodeada de pilas de expedientes cubiertos de polvo. Me obsesionaba la idea de tener un propósito, un sentido de misión en la vida. Algo que valiera la pena, que trascendiera, que a mí me hiciera sentido.

Cuando se lo dije a mi madre, hubo llanto. Se sentó al borde de su cama, sacó un pañuelo chico que guardaba en la manga izquierda de su chaleco y balbuceó, entre sollozos, te pido por la memoria de tu padre que termines tu carrera, también hazlo por mí. Cuando me vaya quiero irme con la certeza de que te dejé un futuro asegurado como profesional. La educación es el mejor legado que uno puede dejarle a sus hijos, remató. Y se sonó con ganas.   

Le di el gusto, y me recibí de abogado. Ahora me tocaba cumplir conmigo. Literalmente, quería volar alto, ser piloto. Doné mis libros de Derecho, le regalé mi diploma a mi madre y hoy es cuando, me dije. Había esperado tanto tiempo, con un secreto casi inconfesable. Durante meses me enfrasqué en cursos de meteorología, motores, aerodinámica, navegación, comunicaciones, regulaciones. Mucho estudio, pero lo más difícil fue aprender a entender el avión, a tomar decisiones rápidamente, a descifrar la meteorología y, como decían mis profesores, la amenaza que representa si uno se descuida. Era preciso conocer las propias limitaciones y las del avión, controlar el inevitable miedo que a veces no deja pensar, y ser rigurosa.

Llegó el día en que debí cumplir con veinte horas de vuelo, sola. Fue lo más emocionante que me había sucedido en la vida, pura adrenalina y, luego otras veinte horas de maniobras avanzadas. Prácticas de navegación, más despegues y aterrizajes, procedimientos de emergencia. El examen final consistió en una prueba oral bien dura, seguido de un vuelo de otras dos horas. En total, doscientas horas. Buena parte de mis compañeros se habían quedado en el camino. Comenzamos cuatro mujeres, yo fui la única que llegó a la recta final. Nunca fui tan feliz. Es raro, pero pensaba mucho en ti, papá, en tus propias luchas. Comencé a aquilatar el precio de una pasión.

Con el tiempo me pude comprar una gloriosa avioneta del porte de una cáscara de maní, un Cessna 152. No había nada en el mundo siquiera cercano a esa felicidad. Me empañaba mis lentes cuando emprendía el vuelo y me elevaba hasta quedar inerte en medio de esa soledad azul, silenciosa, una burbuja suspendida en el aire. Inmersa en un cielo profundo salpicado de galaxias de oro y platino, estrellas, astros. Jamás como entonces, sentí tu presencia, papá. Te vi con tu sonrisa ancha, tus ojos de gato, pleno, orgulloso, como rey del universo. Toda la vía láctea iluminada a tu alrededor, los meteoritos que se lanzaban contra los volcanes, los anillos luminosos de luz y polvo que giraban en su eje mágico. Todo era perfecto.                     



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