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Cultura | 02/02/2024

|CRÍTICA|Neruda en su laberinto pasional|Carlos Mesa|

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Brújula Digital|02|02|24|

Carlos D. Mesa Gisbert

La pregunta pertinente al terminar el libro de Verónica Ormachea sobre Neruda es: ¿Se trata de un juicio moral, de la reconstrucción de una vida o es, sin más, el retrato descarnado de un hombre?

Me inclino por la última opción, un retrato descarnado. Porque es una mala excusa de los hombres que, con un evidente toque de cinismo, apelan a la frase que lo justifica todo: “estoy enamorado del amor”. Una coartada muy poco inteligente. En realidad lo que se descubre en esta obra es que el gran escritor estaba enamorado de sí mismo.

Caben pocas dudas de que hablamos  de uno de los mayores poetas de América Latina, por eso la atracción en torno a su vida. Ormachea se propone desentrañarla, lo que inevitablemente interpela y fuerza a un contraste entre lo cotidiano y su obra. La autora escoge para ello fragmentos relevantes de sus poemas por la simetría temática de lo narrado y por su calidad intrínseca, pasajes del laberinto pasional del vate. Con una frecuencia que abruma, expresa y promete amor, entrega y compromiso “definitivos” a las mujeres que aparecen y desaparecen en su aventura vital, siempre guiada por la sensualidad y un erotismo desenfrenados.

¿Es entonces una biografía erótica? Sería una categorización mezquina. El erotismo es una línea demarcatoria que revela la constante humana de la paradoja y la contradicción. Teclas del comportamiento que podrían quizás plantear otra pregunta ¿Son parte realmente de una paradoja y una contradicción, o por el contrario, simplemente elementos constitutivos de nuestro comportamiento? El seguimiento de la vida de una personalidad de rango internacional, nos ayuda a comprender que, excesos más o menos, no hay otra forma de entendernos que no sea en la lógica de una convivencia posible entre una forma de ser “a la luz del día” y otra en nuestro aparente “mundo subterráneo”.

Baste para entender lo escrito, el episodio aleccionador y cargado de humanismo de las gestiones del diplomático Pablo Neruda para lograr salvar la vida de casi dos mil exiliados republicanos españoles en Francia, que gracias a su denodado esfuerzo, zarpan hacia Chile en el barco canadiense “Winnipeg”. Es una muestra de una faceta admirable de compromiso no sólo político, sino de gran solidaridad con el prójimo, que permite un acercamiento integral a la figura protagónica de esta novela. Pero casi al unísono, Verónica relata con gran crudeza lo que para el autor de las memorias Confieso que he vivido fue un episodio resuelto en dos líneas, la violación, siendo cónsul en Colombo (Sri Lanka), de una mujer tamil. Un brutal hecho “exótico”. Neruda escribe sobre este: “Hacía bien en despreciarme. No se repitió la experiencia”.

Ormachea, y esto me parece lo más importante desde la perspectiva de lo narrado, opta por descubrir al personaje a partir de la óptica femenina, no sólo por la obvia razón de que es una autora y no un autor, sino porque Neruda es, en la percepción de las tres mujeres más importantes de su vida, diseccionado en el contraste entre lo dicho y de lo hecho. María Antonia Hagenaar de origen neerlandés e indonesio; Delia del Carril, argentina y Matilde Urrutia, chilena, serán las encargadas de envolver y desenvolver los pliegues y meandros del poeta. Ormachea describe la vida y personalidad de las tres, no solamente durante su tránsito en común con Neruda, sino en el antes y el después de esa relación, lo que nos ayuda a entender la complejidad de los mundos interiores que construyó y desbarató en las enredadas líneas físicas y psicológicas que marcaron sus destinos.

En el caso de su primera esposa no se dio nunca el camino de ida y vuelta, el de las experiencias compartidas, sobre todo referidas al motor central de la vida del protagonista, la creación poética, como sí se dio con Delia y con Matilde. El matrimonio fue una respuesta circunstancial a la distancia de la tierra natal, la soledad y la inexperiencia. Nunca se dio el “clic” mágico del amor pleno. La prueba de fuego que Neruda no pudo vencer fue el nacimiento de su única hija, Malva Marina. En pocos años abandonó a María Antonia y Malva, afectada desde su nacimiento por una hidropesía irreversible. Pobre y obligada a dar a su hija en adopción, María terminó inmersa en el consumo de drogas y en la decadencia personal absoluta. Quedó en la bruma de la mente del poeta la madre que da a luz a la niña discapacitada que no le produce otra reacción que el dolido rechazo. Expresó un profundo dolor, se deshizo en un mar de lágrimas y sintió que le ha caído una maldición por el terrible momento que le tocó  “¿por qué a mí?”. La respuesta tangible fue la separación, el abandono y, progresivamente, el incumplimiento incluso de su obligación material de hacerse cargo de la responsabilidad económica para con su hija, que murió a los nueve años.

Esa actitud muestra, no una categoría moral, sino una respuesta humana, una ruptura, una marca divisoria radical entre la construcción poética del autor y la realidad objetiva de sus actitud ante los desafíos reales del amor, o cuando menos de la compasión para la niña inerme, sangre de su  sangre. El tema de los escrúpulos salta a la vista del lector. La hipótesis nerudiana es que como creador que es, tiene una obligación consigo mismo que está por encima de la obligación terrenal con la esposa y la hija a las que abandona.

Ese es el contexto de la construcción literaria de Verónica, el hilo está en las mujeres que amaron, y sufrieron a Neruda. Cuando leemos Veinte poemas de amor y una canción desesperada o Todo el Amor, es difícil encajar las piezas de este rompecabezas.

Sería, sin embargo, un error suponer que la obra de Verónica Ormachea pretende un juicio moral. Es una deconstrucción de los componentes esenciales y combinados de varias vidas que conducen inevitablemente a la pasión que explica pero no busca ni justificar ni condenar. ¿Por qué, a pesar de todo, se mantienen vivos el amor y la pasión? ¿Por qué, a pesar de todo, se empeñan en seguir adelante los amores destructivos? ¿Por qué se soporta la evidente toxicidad de la relación? Del Carril y Urrutia vivieron ese tránsito de forma directa y sólo la decisión de él, definió el desenlace de sus vidas.

Vale la pena suponer con razones fundadas, que Neruda en este siglo XXI, el del #MeToo, no hubiera resistido un minuto a la andanada crítica de carácter moral y social sobre su comportamiento personal. Surgen entonces la palabra polarización y la palabra radicalidad. Sobre las premisas de la “tolerancia cero”, usando un caso emblemático y universal, ¿es pertinente exhibir las obras de Picasso, un Picasso que era un depredador de mujeres? ¿Esa evidencia convierte la genial obra del artista en execrable? Para el caso que nos ocupa, ¿su comportamiento “machista y patriarcal” convierte la obra poética de Neruda en condenable? Es un absurdo proponer la negación o cancelación de una obra creativa por la naturaleza humana y el comportamiento de la persona que la realizó.

La autora de la novela pone en evidencia la ironía de esa historia; la política, la literaria y la  pasional. La de la oda a Stalin, la del amor total, y la de la pasión erótica como expresión justificatoria de sus relaciones sentimentales. Todo, porque quizás las páginas de este recuento rezuman una conducta constante, la del egoísmo, un egoísmo tan grande como la dimensión de su obra poética.

Desde la perspectiva de la construcción narrativa, sobre la base de una línea de tiempo rigurosa en el ordenado seguimiento cronológico, la autora abre la obra con un proemio brillante, el más logrado, el soliloquio del poeta en los últimos momentos de su vida, antes de perderla, ya hospitalizado pocos días después del golpe de Estado de Pinochet. A partir de ello, se hace frecuente la alternancia entre la narración en tercera persona, omnisciente, y la primera persona que no solamente da voz a Neruda, sino también a las tres mujeres coprotagonistas del libro. En este caso utiliza en algunos momentos de esa voz narrativa, párrafos de las ya citadas memorias de Neruda, que ayudan a la construcción del pensamiento subjetivo del poeta, que contrastan con la narración omnisciente, que con la palanca de los hechos contados dan las pinceladas inevitablemente subjetivas de esa tercera persona que cuenta. Alternancia que, fiel a la ruptura que intercala voces sin solución de continuidad, debe ser descubierta y entendida por el lector.

Este no es un libro elegiaco. No se trata de encontrar una identificación o rechazo hacia el biografiado. De lo que se trata es del conocimiento de una historia, el descubrimiento de una vida y la explicación de la razón de sus sinrazones. Cada cual concluirá si el tópico ya mencionado que reza “estoy enamorado del amor”, se sostiene o no.

Ormachea explora los intersticios de aquello que suponemos es la condición de lo humano, a partir de un personaje excepcional en la historia de la literatura. Penetra en el cofre depositado en un rincón de nuestro yo consciente, cuyas llaves sólo tiene el poseedor de ese cuerpo y ese espíritu y que abre de vez en cuando para sí mismo. Duro ejercicio el de las obras literarias que navegan en aguas turbulentas, que es abrir cofres ajenos que desvelan la verdad plena del personaje, aquella que pone en la superficie la complejidad de los oscuros mundos interiores.

Verónica Ormachea nos abre así la posibilidad de descubrir al otro Neruda, con el rigor de quien se da pocas licencias de “invención”, porque ha escogido el apego a las fuentes documentales que respaldan los hechos narrados, permitiéndose, eso sí, la libertad plena de su interpretación y la sazón creativa que les pone a esos acontecimientos.

Vale aquí ese indagar sobre ese lugar intermedio entre la novela, la ficción pura (suponiendo que tal cosa existe) y aquella que sobre una estructura factual que se apoya en lo acontecido, recrea una vida con el aire distinto de quien borda lo ocurrido a su estilo y con sus ojos. La biografía novelada, o una ficción sobre una vida real, en suma. Esto le permite la inserción de unos pocos personajes que se nos cruzan traviesamente y permiten, por ejemplo, que Bolivia se convierta en referente lateral a partir de dos o tres episodios y de dos personajes, uno de ellos el poeta Ricardo Jaimes Freyre, introducido con inteligencia por Ormachea.

No es poco relevante destacar que libro y el personaje metido en su tejido narrativo funcionan, n, y permiten aquello de que la obra “se lee de un tirón de tapa a tapa”. Esa magia no debe ser sólo patrimonio de quien busca un best seller, sino de quien escribe realmente para ser leído. Condición que requiere la habilidad de saber contar una historia. Verónica Ormachea lo ha probado ya en sus dos novelas anteriores, Los ingenuos y Los infames. Se trata de atrapar al lector con un lazo suave, pero firme, a los avatares y al destino de cada uno de los personajes principales de este caleidoscopio.

Si tengo que quedarme con un personaje ese es Delia del Carril, creativa, sagaz y vital; si tengo que lamentar una vida es la de María Hagenaar, desvalida, distante y golpeada sin misericordia por la tragedia. Las dos expresan las puntas del ovillo vital nerudiano

Neruda en su laberinto pasional es una obra importante para entender desde fuera de los inciensos al gran poeta, una parte de la “verdad” (siempre interpelable) de una vida. Gracias a estas páginas volví a leer las memorias del escritor y varios de sus poemarios, aquellos que devoré con la pasión de los primeros años de mi juventud. En ese periodo (1972-1975) caí rendido por la fuerza de su palabra, el ritmo poético y los dibujos certeros de los trances del amor y la pasión. Esta relectura reafirma mis certezas de que estaba ante un gran poeta y ante un ser humano, con todo lo que el término conlleva.

Carlos Mesa fue presidente de Bolivia.



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