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Cultura | 04/06/2024

|Centenario de Kafka|Una vida robada por la oficina y redimida por la literatura|Raúl Teixidó|

La vida y el trabajo de un escritor de Praga.

Brújula Digital|04|06|24|

Raúl Teixidó

A merced del demonio de la escritura, Franz Kafka “escribía incluso cuando no escribía” (Desmarquest): así lo evidencian sus Diarios (1910-1921) y las casi innumerables cartas dirigidas a Felice Bauer, Milena Jesenská, Max Brod, Grete Bloch, Minze Eisner, su hermana Ottla y otros destinatarios, además de las que se extraviaron (Julie Wohryzek) o fueron destruidas (Dora Dymant rehusó compartirlas con la posteridad).

Durante varios años Kafka desempeñó una eficiente labor en la compañía aseguradora de Accidentes del Trabajo con el beneplácito de sus superiores. Ocho horas diarias “robadas” a la escritura, su genuina vocación a la que nunca consiguió dedicarse por completo. Kafka nació en Praga, actual república checa, en el seno de ua familia germanoparlante.

Escribir en horas de la noche reservadas al descanso o durante fines de semana que siempre le parecían demasiado breves, con frecuentes interrupciones, le provocaron un desgaste físico y psíquico importante y un insuperable sentimiento de frustración. La oficina se encontraba “en las profundidades”, lejos del aire puro que circulaba en la altura, hacia el que tendía todo su ser. “Soy literatura y nada más que literatura –declaró–. Escribir es lo único bueno y auténtico que hay en mí”. Desviarse del camino que le señalaba su vocación equivalía, irremisiblemente, “a caer en el abismo”, como el cazador Gracchus, personaje de uno de sus últimos relatos.

Una contienda desigual en la que no se dio por vencido, un combate de esgrima a pecho descubierto que culminaría, al cabo del tiempo, en la “estocada definitiva” del adversario (previsible, por lo demás). En el caso de Kafka asumió la forma de diagnóstico clínico: en 1917 le detectaron tuberculosis pulmonar (enfermedad que, por entonces, era abordada únicamente por medio de tratamientos paliativos) y que el autor sobrellevaría penosamente hasta el final de sus días.

Kafka logró entrar en el reino de los cielos de la realización personal a través de la literatura. Pese a sus denodados esfuerzos por superar los condicionamientos que se lo impedían, malvivió en un trabajo que fue minando progresivamente sus fuerzas, entre ramalazos de auténtica creatividad y largos períodos de inopia y ensimismamiento, extraviado en su propio laberinto y, al mismo tiempo, en el laberinto del mundo exterior, hasta el momento crucial que le enfrentaría a la definitiva capitulación de su organismo ante la enfermedad.

En vida, Kafka llegó a publicar un puñado de relatos magistrales, de una cruel perfección, que hubieran bastado para asegurarle la fama: Metamorfosis, La condena, Informe para una academia, En la colonia penitenciaria, Un artista del hambre.

El jubiloso y trascendental descubrimiento de su obra inédita se debe a Max Brod, su amigo íntimo y albacea testamentario: nunca le agradeceremos lo bastante por contravenir la voluntad de Kafka, publicando unos manuscritos destinados a desaparecer. Básicamente, los de tres novelas inconclusas: América (ocho capítulos), El proceso (10 capítulos) y El castillo (seis capítulos) que, a partir de 1925, cual profusa y enigmática floración, extenderían el magisterio de Kafka a lo largo y ancho del mundo occidental.

La posterior publicación de los diarios y la correspondencia que hemos mencionado vendrían a complementar el legado de un autor inclasificable, convirtiéndolo en referencia obligada y objeto del interés de escritores, filósofos y críticos literarios. Un reto permanente que continúa siéndolo un siglo después de su fallecimiento.

Kafka, “un autor ante el que no cabe sino el respeto y la aquiescencia más absolutas”, “de un refinamiento intelectual casi terrorífico, sin dejar por ello de ser un hombre dulce y bueno que escribió libros crueles y dolorosos. Sabio, clarividente, demasiado lúcido, demasiado honesto” (Milena Jesenská, Elogio fúnebre).

Cuando Kafka ingresó en el sanatorio de Kierling, situado a las afueras de Viena (abril 1924), su vida pendía de un hilo.

La enfermedad se había agravado. A sus naturales secuelas (fiebre, insomnio, inapetencia, pérdida de peso) se añadía un dolor incesante –paliado por frecuentes dosis de morfina– y la incapacidad de articular ni una sola palabra, debido a que la laringe se encontraba afectada.

En el postrer y agónico tramo de su existencia (días y noches interminables de atormentada lucidez), su imagen debió de asemejarse a la de un reo que acepta resignadamente una condena injusta, que no precisaría de un verdugo para aplicarla, pues hacía mucho tiempo que Kafka llevaba a la muerte encaramada a sus espaldas.

Franz Kafka falleció el 3 de junio de 1924, a la edad de 41 años, y recibió sepultura en el cementerio de Stranisce de Praga, su ciudad natal. Para el centenario de su muerte se están organizando eventos de homenaje en todo el mundo. 

Raúl Teixidó, nacido en Sucre, cursó la carrera de Derecho en la Universidad de San Francisco Xavier de Chuquisaca. Dio clases de filosofía. Ha escrito varios libros de cuentos y publicado ensayos y artículos sobre varios temas.






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