Las crónicas de personajes y hechos que sucedieron en el oriente boliviano, a pesar de ser sorprendentes y dignas de figurar en los anales más remarcables de la historia nacional, son inmerecidamente poco conocidas y difundidas. Tal es el caso de la vida y muerte de Antonio Vaca Diez.
Brújula Digital|21|11|2025|
Jorge Cortés Rodríguez y Raúl Rivero Adriázola
Las crónicas de personajes y hechos que sucedieron en el oriente boliviano, a pesar de ser sorprendentes y dignas de figurar en los anales más remarcables de la historia nacional, son inmerecidamente poco conocidas y difundidas. Tal es el caso de la vida y muerte de Antonio Vaca Diez.
Vaca Diez, médico, político, periodista, aventurero y empresario beniano, nació en Trinidad en 1849 y, como afirma un biógrafo suyo, “a sus 45 años ya fue todo”. A los 21 años fue parte de la revolución que derrocó a Melgarejo y, apenas egresado de la facultad de medicina tuvo como uno de sus primeros pacientes al presidente Adolfo Ballivián.
En 1876, al estar su padre perseguido por Hilarión Daza, tuvo que hacerse cargo de la empresa familiar que extraía quina en el poblado de Reyes donde, sin descuidar su profesión, comenzó a interesarse en la explotación del látex de la siringa, el conocido y, poco después, muy valorado caucho.
A pesar de esas actividades, Vaca Diez se dio tiempo para explorar la región noroeste de nuestro país y colaborar con la expedición de su colega y también explorador, el norteamericano Edwin Heath, en cartografiar gran parte de los ríos que confluyen con el Beni y el Madre de Dios. También dedicó tiempo y esfuerzos para la recuperación del yacimiento aurífero “San Simón”, cuyo rendimiento sirvió como base para desarrollar su empresa cauchera y comenzar a producir goma en gran escala.
Precisamente, es este entonces valioso producto del oriente boliviano, cuya demanda crecía a pasos agigantados conforme lo hacía la demanda mundial desde el descubrimiento de la vulcanización por Charles Goodyear y más con la invención del neumático por John Dunlop, el que hará millonario al osado explorador; además, las industrias médica y del calzado también empujan la demanda, convirtiendo a pioneros en su explotación –como Vaca Diez– y en su acopio y comercialización –como Nicolás Suarez– en verdaderos potentados. De hecho, el primero se convierte pronto en el principal proveedor de caucho al poderoso comerciante de Cachuela Esperanza.
Por su relación en la cadena de exploración, explotación y comercialización de los árboles gomeros, Vaca Diez inicia y lleva adelante en esas regiones, antes prácticamente inexploradas, la navegación a vapor, la apertura de caminos, el establecimiento de poblaciones –por ejemplo, fundó Puerto Rico, en el actual Departamento de Pando– la explotación maderera e, incluso, la publicación de periódicos, como la emblemática Gaceta del Norte –ya anteriormente, había fundado varios medios de prensa en Santa Cruz, incluyendo uno dedicado a temas médicos–.
Precedido por la fama de este empresario boliviano, llega de París un representante de la Casa Braillard, que compra goma a gran escala en Brasil, Perú y Bolivia. De la asociación con esta empresa, le surge a Vaca Diez la idea de traer capitales europeos, así como técnicos y mano de obra especializada de ese continente y, para ello, en 1897 viaja a España, Francia e Inglaterra –en Londres, funda la empresa The Orthon Rubber Co.–, lugares en los que aprovecha además para adquirir implementos y equipos para sus industrias.
Por su parte, en el Perú también se había desatado la fiebre de la goma y, entre los que se lanzaron a su búsqueda y explotación estaba un joven que se hacía llamar Carlos Fitzcarrald –una corrupción de su apellido Fitzgerald– quien, además de haber vivido 10 años con la tribu indígena Campas, descubrió, en 1893, el istmo que lleva su nombre y que acorta notablemente la ruta fluvial para sacar productos hacia el Amazonas, en esa época principalmente el preciado caucho.
Como coinciden quienes se ocupan de describir este personaje –que ha quedado inmortalizado en la magnífica película que sobre él filmó en 1982 el director alemán Werner Herzog–, si bien en su tiempo no alcanzó la fama que tenía Vaca Diez, todo lo que hacía estaba signado por la desmesura, como fue el haber hecho llevar a fuerza de brazos por once kilómetros de lomas y selva el casco de un barco, o la mansión de tres pisos y veinticinco habitaciones que se mandó construir en la confluencia de los ríos Ucayalí y Mishagua.
A su retorno de Europa, el visionario boliviano decidió ingresar a su país por el Perú, con la idea de explorar previamente los afluentes del Ucayalí y de otros ríos limítrofes, que permitan la salida de vapores directamente al Madera y/o al Amazonas, a fin de abaratar costos de transporte, salvando los peligrosos rápidos –o cachuelas– que dificultan la navegación en el río Beni. Al respecto, relata el capitán de navío Albert Perl en Tras los bosques de Sudamérica (Revista de la Universidad Gabriel René Moreno. Santa Cruz, 1967. Traducción de Hans Stahl):
“Poco antes de mi partida de Parinari (puerto peruano a orillas del río Marañon), trajo un vapor proveniente de Iquitos la noticia de que un ciudadano boliviano venía de Europa con gran cantidad de gente y de mercadería. (…) Apenas ancló el “Samiria” llegaron amigos a comunicarme la novedad y con gran asombro de mi parte supe que el iniciador de tan arriesgada empresa era un viejo amigo y compañero mío: el Dr. Vaca Diez, que trajo 500 emigrantes de todas las naciones para hacer de ellos hábiles gomeros –pero, no es posible describir la «chusma» que le engancharon al pobre doctor–. Sabiendo esto me apuré en bajar a tierra para buscarlo inmediatamente. Nos saludamos con los brazos abiertos en la calle en que casualmente lo encontré. Su primera palabra fue, naturalmente, proponer mi participación en la empresa y cumplir de esa manera un convenio comercial. Yo consentí y desde ese momento pertenecía a la expedición.
(Habiendo recorrido el Marañón hasta Iquitos en el vapor “Adolfito”) “Estaba decidido que ese viaje de Iquitos por el Ucayalí y del Urubamba arriba y por el Madre de Dios y el Beni abajo hasta el río Orthon (,) donde tenía el Dr. Vaca Diez sus posesiones. A su llegada a Pará tenía ya noticias de (l) exitoso viaje que yo acababa de realizar y decidió en base a esto utilizar igualmente esta ruta. (…) Gracias a mi experiencia en esta clase de viajes podría ser yo bastante útil y por eso conseguí el puesto de comandante. (…) Mientras duraba la preparación (cerca de dos meses), ocurrieron unos hechos un tanto desagradables: (…) los periódicos hablaban constantemente de los recién llegados, se creyó que se trataba de una intriga boliviana contra el Perú para introducir armas al país; la fiebre hacía estragos entre los inmigrantes.
“(El) 8 de julio vi dos canoas bajar por la corriente y en ellas reconocí a mi amigo Fitzcarald (sic), quien vino a nosotros para proveernos de pilotos y demás equipo. Las canoas anclaron y fueron recibidas con gran entusiasmo y recién entonces se conocieron el Dr. Vaca Diez y Fitzcarald; éste era propietario de una conocida barraca a orillas del Michagua, donde éste emboca en el Urubamba, debiendo ser ésta la meta de nuestro viaje. El “Adolfito” se puso en movimiento y la tarde transcurrió animadamente, a las 6 oscureció y nuevamente anclamos. (…) Durante todo el tiempo hicimos tocar en el gramófono las piezas favoritas del Dr. Vaca Diez (,) brindando por el feliz término del viaje.
Vaca Diez era un hombre siempre dispuesto para la alegría y el buen humor, y a pesar de sus múltiples preocupaciones fue siempre el primero en demostrar animación. Era un hombre inteligente y muy letrado; había estudiado medicina y era un experto en esta materia. Era un buen padre y excelente esposo y hablaba con mucho cariño de su familia.
(Al amanecer del 9 de julio) “Se oyeron cerrar las puertas del caldero de hierro y la válvula de seguridad empezó a silbar. El continuo ruido de pasos indicó la pronta salida del vapor. Fitzcarald vino a darnos los buenos días, pero no nos quería acompañar, porque dijo sentirse más seguro entre sus indios. Por fin llegamos a convencerlo y se quedó, aunque no de muy buena gana, en el “Adolfito”. Lentamente nos pusimos en movimiento y estuvimos navegando toda la mañana sin interrupción. La conversación versó sobre el tema de asuntos de seguro. Vaca Diez dijo [que] cuando él muriera, su familia no tendría de qué preocuparse; en tanto, Fitzcarald dijo que no tenía ningún objeto el asegurarse, ya que, si bien en vida la Compañía cobra la cuota puntualmente, a la muerte se olvida de pagar el seguro.
Cerca de las 3 noté que nos acercábamos a una peligrosa cachuela; por esta razón salí a consultar el manómetro. Estuve yo en la creencia de que en esas circunstancias no había necesidad de amarrar y podría mantenerse en las 14 atmósferas, y por ese motivo volví a la cabina. Repentinamente, ocurrió algo que yo mismo no podía creer; el vapor había salido de su curso normal y me abalancé hacia el timonel (,) quien me dijo: “la rueda del timón no gira, no puedo mantener el timón contra la corriente”.
“Todo fue cosa de un instante. El vapor fue repentinamente cogido por la corriente y rápido como una flecha se fue río abajo. Al lado izquierdo del río se alzó de súbito una pared de roca, faltando muy poco para que el vapor fuera aplastado contra ella. Di la orden salvadora: “Atrás a toda máquina” y pude así evitar el choque. Después que de esta manera llevé el vapor atrás y a aguas libres (…) y eso me dio motivo para amarrar (…). Inmediatamente después el vapor se inclinó (,) debido a que el agua había invadido la parte trasera y la presión estaba arrastrando el vapor hacia el fondo. Di entonces la orden de seguir adelante para lograr levantar el barco, pero todo fue inútil; el “Adolfito” ya no tenía ancla. El cuarto de máquinas se inundó y vi con horror el enorme peligro: estábamos irremediablemente perdidos. Yo había arrojado ya de antemano un salvavidas al Dr. Vaca Diez, pero por el miedo que le dominaba se olvidó de usarlo. Vaca Diez y Fitzcarald saltaron por las ventanas hacia la fuerte corriente. Yo estaba todavía a bordo esperando que explote la caldera (,) pero al ver que esto no ocurrió también me tuve que arrojar al agua. El “Adolfito” desapareció entre las aguas mientras el gramófono no dejaba de tocar hasta el último momento la ópera “Marta, Marta”.”
A pesar de que Perl y otros dos tripulantes de la nave fueron rescatados por una canoa aborigen, Vaca Diez y Fitzcarrald no corrieron la misma suerte, ahogándose en el río. Cinco días después del naufragio se encontraron los restos del peruano; en cambio, nunca se halló el cuerpo del infortunado médico y empresario boliviano.
Jorge Cortés es historiador, Raúl Rivero es economista y escritor.