Murió Vargas Llosa, el escribidor que eligió la eternidad. Nobel, genio literario y puente entre Perú y Bolivia. Su obra, fuego que nunca se apagará, sigue iluminando. Está en la eternidad.
Brújula Digital|18|04|25|
Marco Agramont
El 13 de abril de 2025 pasará a la historia como el día en que se extinguió una de las voces más poderosas de la lengua castellana. Murió Mario Vargas Llosa, y con él, no solo desapareció un autor insigne, sino el último exponente de una generación que hizo de la literatura una forma de pensamiento, una trinchera ética, un arte total. En el idioma que compartimos más de quinientos millones de personas, pocos nombres han sido tan determinantes como el suyo. Nadie que lo haya leído –aunque solo sea una vez– puede decir que ha salido indemne de su prosa. Vargas Llosa fue un virtuoso narrativo.
Tenía 89 años. Y aunque para muchos había sido tantas cosas –autor, intelectual, político, polémico, celebridad– en el fondo fue, sobre todo, eso: un escribidor. Uno de los últimos que creyó que la literatura podía cambiar el mundo, o al menos darle un sentido.
Nació en Arequipa, pero desde muy temprano su vida fue nómada. Entre esos primeros traslados, uno dejó marca: Cochabamba, Bolivia. No fue una simple etapa infantil ni un punto en el mapa. Fue el lugar donde aprendió a leer, a disciplinarse y a pensar. Allí, en el Colegio, descubrió el poder de las palabras. Y no es dato menor: su madre, Dora Llosa Ureta, descendía de una familia boliviana, y su abuelo Pedro Ureta fue cónsul de Bolivia. Vargas Llosa no solo vivió en Bolivia: la llevaba en la sangre.
Y si algo más faltara para sellar ese lazo profundo con Bolivia, basta recordar que sus afectos más íntimos también estuvieron ligados a esta tierra. Su primera esposa, Julia Urquidi Illanes, era cochabambina y figura inolvidable en su vida y su obra, inmortalizada como protagonista en La tía Julia y el escribidor, una de sus novelas más queridas y autobiográficas. Pero incluso su segunda esposa y madre de sus tres hijos, Patricia Llosa –prima hermana suya–, también tenía raíces cochabambinas por el lado materno. Así, tanto sus primeros amores como la familia que fundó estuvieron atravesados por Bolivia, que no solo fue para Mario un escenario de infancia, sino un hilo invisible y persistente que tejió su historia personal, su literatura y sus recuerdos más profundos.
Tal vez por eso en su literatura hay tanto de frontera, de tensión entre orígenes, de búsqueda de un lugar propio. Publicó más de 30 libros, y en cada uno parece haber reescrito una versión de sí mismo. De La ciudad y los perros, donde desnudó la brutalidad del colegio militar y cambió para siempre la narrativa latinoamericana, a Pantaleón y las visitadoras, una sátira feroz sobre la disciplina militar, la hipocresía sexual y el absurdo institucional, que no solo fue un éxito editorial, sino que llegó al cine en más de una ocasión, con versiones que multiplicaron el alcance de su imaginación literaria.
Pero si hay una novela que consolidó su lugar como novelista total fue La fiesta del Chivo. Publicada en el año 2000, no fue solo un regreso al gran relato político latinoamericano, sino una disección quirúrgica del poder absoluto. Con una estructura tensa y narrativa impecable, Vargas Llosa reconstruyó la dictadura de Rafael Leónidas Trujillo en República Dominicana y sus secuelas psicológicas, sociales y morales. El resultado fue una obra universal, profundamente latinoamericana, y ferozmente humana. Allí, Vargas Llosa no solo narró una historia: desnudó el alma de todos los autoritarismos del continente.
En 1990, quiso él mismo participar del destino político de su país. Se postuló a la presidencia del Perú con el respaldo de los sectores liberales. Fue una campaña intensa, frontal, transparente. Pero la derrota fue clara. Perdió en segunda vuelta ante un desconocido llamado Alberto Fujimori. Vargas Llosa sacó el 37,6%. Fujimori, el 62,4%.
Tiempo después, al mirar atrás, Vargas Llosa dijo algo que explica mucho: “El escándalo pasa, la obra queda”. Y lo cumplió. No se quedó atrapado en la frustración política. Regresó a lo suyo: escribir. Y lo hizo mejor que nunca. Diez años después, publicó La fiesta del Chivo. En 2010, recibió el Premio Nobel de Literatura. No ganó una banda presidencial, pero obtuvo algo mucho más duradero: un sitio en la historia universal de las letras.
Lo había elegido desde siempre. Lo dijo de muchas maneras, y una fue esta: “Preferí la inmortalidad del arte a la practicidad de la política”. Lo entendió mejor que nadie. El poder desgasta, la literatura ilumina. La política es contingente, la palabra es herencia.
Por supuesto, su vida no fue ajena al conflicto. Fue amada y odiada en partes iguales. En 1976, protagonizó uno de los episodios más comentados de la historia literaria: le dio un puñetazo a Gabriel García Márquez. Nadie sabe del todo por qué, y eso es parte del mito. Años después, Jaime Bayly reconstruyó ese episodio –y toda su rivalidad con Gabo– en “Los Genios”, una novela sin misericordia, que lo retrata tan brillante como temperamental. Pero incluso entre los golpes, Vargas Llosa dejó claro que sus batallas eran también estéticas, no solo personales.
Su figura creció con los años. Ingresó a la Real Academia Española. Fue el primer escritor en español en ser admitido en la Academia Francesa. El rey de España le otorgó un título nobiliario. Fue muchas cosas, pero nunca fue neutral.
Y ahora, mientras Bolivia y el Perú lo despiden por separado, hay algo que los vuelve a unir. Porque no es solo que Vargas Llosa haya vivido en ambos países, o que su sangre sea compartida por ambos lados de la cordillera. Es que el único Nobel peruano es también, inevitablemente, un poco boliviano. Y esa filiación simbólica nos hermana para siempre. En tiempos de fronteras, discursos y desencuentros, su figura se vuelve puente: un lazo literario, humano y eterno entre dos pueblos que, al final, comparten mucho más que una geografía. Comparten también un genio.
Hoy que ha partido, su obra queda. En más de treinta idiomas, en aulas, bibliotecas, y sobre todo, en lectores que no necesitan coincidir con él para admirar lo que hizo con la lengua. Nos queda el privilegio de haber sido sus contemporáneos, de haberlo leído vivo.
Desde Bolivia, desde esa tierra que lo vio niño, que lo recibió con su uniforme escolar y sus cuadernos nuevos, también lo despedimos. Quizá lo hicimos en silencio durante décadas, pero el tiempo tiene formas misteriosas de reconciliación. Fue uno de los nuestros. No solo por lo que hizo, sino por lo que fue.
Y cuando las luces del mundo se apaguen del todo, él seguirá allí, en las páginas, en las frases que parecen escritas hoy aunque tengan medio siglo. Como ese fuego que no se apaga del todo:
“La literatura –decía él– es fuego, es insubordinación, es rebeldía”.
Y tú, Mario, fuiste fuego.
Y ahora, estás en la eternidad.