Brújula Digital|29|10|24|
Juan Carlos Salazar del Barrio
Para mí es un honor ocupar una silla de una institución de tan grande prestigio, como es la Academia Boliviana de la Lengua, que cobijó a tantos y reconocidos intelectuales a lo largo de su casi un siglo de vida, y a colegas que dieron brillo al periodismo boliviano, como Luis Ramiro Beltrán, Huáscar Cajías, Juan Quirós, Alberto Bailey, Walter Montenegro y Raúl Rivadeneira, que ya no están con nosotros; a Mariano Baptista Gumucio, Mario Frías Infante, Armando Mariaca y a otros, hoy alejados de nuestra tierra, como Pedro Shimose y Óscar Rivera Rodas.
Agradezco profunda y sinceramente a los académicos y académicas que hicieron posible mi incorporación, en especial a la poeta y narradora María Cristina Botelho Mauri y a la filóloga Tatiana Alvarado Teodorika, quienes de manera generosa propusieron mi nombre. Y, por supuesto, a Mariano Baptista Gumucio por haber aceptado responder a mi disertación, actitud que compromete mi gratitud.
Es también un honor heredar la sillón que ocupó durante 30 años el querido y entrañable Paulovich, Alfonso Prudencio Claure, y una enorme satisfacción que el asiento asignado corresponda a la emblemática eñe, la letra reina de nuestra lengua, sin la cual muchos vocablos perderían su fuerza expresiva, porque la virgulilla que adorna a nuestra querida eñe, no es un simple signo ortográfico, sino la seña –nunca mejor dicho– que da identidad y sentido a más de 15.700 palabras de nuestro vocabulario.
Como dijo Gabriel García Márquez hace más de un cuarto de siglo, cuando la Comunidad Europea intentó eliminar esa letra de los teclados de la computadoras para uniformar la escritura de los países miembros, “la eñe no es una antigualla arqueológica”, sino “un salto cultural de una lengua romance que dejó atrás a las otras al expresar con una sola letra un sonido que en otras lenguas sigue expresándose con dos”.
En reivindicación y homenaje a la eñe, el poeta argentino José Luis Najenson nos regaló una ingeniosa oda, que dice:
Si no he de escribir sueño ni cariño ni mañana, ni antaño, ni retoño
si no puedo nombrar a todo niño
ni restañar las tardes del otoño;
si ni siquiera he de añadir a España
donde el mapa de Europa se despeña
en colombino mar,
ninguna hazaña podré contar con la debida seña.
Y sí, es la eñe, la decimocuarta letra y la undécima consonante de nuestro alfabeto, la que hoy me permite evocar y rendir homenaje a Paulovich, mi antecesor en la silla académica.
Porque sin la eñe, no podríamos describirlo como lo que verdaderamente fue: un ser entrañable, un señor a carta cabal.
Tampoco su amigo y mentor, el crítico y académico Juan Quirós, hubiese encontrado la palabra justa para describir lo que hizo a lo largo de su carrera profesional: una hazaña, la hazaña que significa hacer humor en un país, como él mismo dijo, en el que abundan “los tontos graves y solemnes”.
Y yo no podría describir el sentimiento que embarga a sus miles de lectores: la añoranza de su Noticia de perfil, la que nos permitió digerir durante muchos años el mal sabor que nos dejaba la “noticia de frente” de la actualidad política de nuestro Typical país, como él lo llamaba.
Periodista de vocación, escritor de oficio, funcionario público circunstancial y político de ocasión como diputado, concejal y diplomático, Paulovich siguió la vida política nacional de frente y de perfil, y fue un testigo privilegiado de la historia boliviana de la última mitad del siglo XX y de los primeros lustros del XXI.
Pese a la ceguera que le afectó en los últimos años de su vida, escribió La noticia de perfil tres veces a la semana durante seis décadas. Dejó de hacerlo al acercarse a los 90 años. A ojo de buen cubero, según me dijo en una ocasión, calculaba haber escrito más de 10.000 columnas.
Si bien hizo “periodismo serio” y ejerció el oficio desde las jefaturas de Información y Redacción de Presencia, es reconocido como maestro del periodismo humorístico, concretamente del humor político. Pedro Shimose lo compara con Gustavo Adolfo Otero (NoloBeaz) y Walter Montenegro (Buenavista).
Como afirmó el académico Armando Soriano Badani en el prólogo al Diccionario del Cholo Ilustrado, uno de los libros emblemáticos de nuestro homenajeado, “ni siquiera el periodismo cotidiano, en el difícil género que cultiva”, es decir el humor, pudo “agotar su vena, que fluye con atractiva y penetrante jovialidad que cautiva a su numerosa legión de lectores”.
Paulovich tenía la teoría de que el periodista no nace ni se hace. Él decía que más bien “se deshace” en su afán de escribir de manera “clara, concisa, precisa, fluida y directa”, como manda la regla número uno de todo manual de estilo periodístico, una norma que, a su juicio, termina siendo una trituradora de las aspiraciones literarias de los jóvenes periodistas.
Pero ese no fue su caso. Paulovich nació periodista y se hizo periodista, pero nunca se “deshizo”, porque fue un cultor del buen escribir e incursionó con éxito en la literatura y el periodismo literario.
Todos lo conocían por su columna humorística y por sus libros, como Bolivia, Typical país, Rosca, rosca, ¿qué andas haciendo?, Cuán verde era mi tía, Conversaciones en el motel y El diccionario del cholo ilustrado, entre otros, que su autor definía como “obras hualaychas”.
Sin embargo, muy pocos saben que en 1957 ganó el primer premio del concurso de cuentos de Navidad de la Alcaldía de La Paz con un relato titulado Cuento de Navidad de Alalaypata, y que en la década de los 60 publicó en Presencia Literaria una serie de 38 semblanzas de personajes de la época bajo el título de Apariencias, ilustradas con dibujos a mano alzada –algo que también pocos saben– del poeta Pedro Shimose. Los textos fueron recogidos posteriormente en un libro bajo el mismo título, Apariencias, hoy agotado.
Gracias a él conocí, cuando yo era todavía estudiante, a los personajes de la cultura, la sociedad y la política de la época, descritos con ingenio, precisión y maestría. Y, claro, ¡faltaría más!, con humor.
Por él supe, antes de conocerlos, que Alcira Cardona era un “pequeño trozo mineral de estaño con sangre de poesía en sus innumerables venas”; que Augusto Céspedes, apodado El Chueco, era “nuestra torre inclinada de Piza”; que Porfirio Díaz Machicao era “escritor, periodista y gordo”, que Marcelo Quiroga Santa Cruz pudo haber sido “un Simón Bolívar, si no fuera porque era demasiado grave”, y que Jaime Sáenz era un “ángel caído, echado de este infierno terrenal y habitante de paraísos artificiales”.
Lo conocí en esa época, a mediados de los 60, él como periodista consagrado y yo como aprendiz del oficio, en las tertulias del café La Paz. La lectura de sus Apariencias me indujo a la práctica de ese gran género periodístico que es la semblanza.
En 1979, publicó, “con las indulgencias de la Academia Boliviana de la Lengua”, como aclaró en la primera página, su Diccionario del cholo ilustrado, un compendio –según decía– de “palabras, palabritas y palabrotas, cuyo significado debe conocer el hombre boliviano y el gringo en Bolivia”.
En el prólogo, Don Armando Soriano Badani escribe que Paulovich “inventa o revela una suerte de risueñas acepciones al impresionante catálogo de dicciones que consigna este curioso diccionario cholo, que constituye verdadero tratado de una caricaturezca semántica de bolivianismos”.
Siempre me pregunté cuántos de los 2.809 bolivianismos incorporados en la última edición del Diccionario de la Real Academia Española tienen su origen en la obra de Paulovich. Probablemente varios, aunque no con la misma definición con la que aparecen en el pulcro y recatado glosario de nuestra institución madre.
Juan Quirós y Soriano Badani describen de manera perfecta la “apariencia” de nuestro homenajeado.
Quirós afirma que todo humorista es un psicólogo y que Paulovich era “un psicólogo de cuerpo entero”. Soriano Badani coincide con él cuando lo define como un “impenitente explorador del alma popular”.
Obviamente, él no estaba de acuerdo con ellos y se autodefinía a su modo. “Hualaycho”, como era, decía que adoptó un seudónimo para no avergonzar a sus mayores, que tenía a “cholas, monjas, mujeres de los políticos y chicas del striptease” como sus “heroínas favoritas”, que calzaba 40 porque “desarrollaba mucho trabajo intelectual”, que entre las flores le gustaban las camelias, “siempre y cuando no tuvieran joroba”, y que sus pájaros favoritos eran los pichones, porque “los sirven muy bien en Cochabamba”.
Hoy lo recuerdo como lo que era, un amigo entrañable, un señor del periodismo, el Entrañable Señor de la Eñe.
Juan Carlos Salazar, periodista, es Premio Nacional de Periodismo. El texto publicado es parte del discurso de aceptación de Salazar a la Academia de la Lengua.