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Cultura y espectáculos | 29/09/2020

Solo el voto informado podrá fiscalizar a los gobernantes

En el incipiente debate sobre políticas económicas, predominan los indicadores macroeconómicos: la meta es crecer y, en el fondo, el desarrollo y la reducción de la pobreza, no son rasgos intrínsecos al crecimiento, solo consecuencias “supuestas” de él; para esas políticas, controlar la inflación importa más que crear empleo; la re-distribución (bonos) es políticamente preferible a la mejora real del poder adquisitivo de los salarios.

La prioridad de las últimas décadas ha sido el crecimiento centrado en exportaciones de recursos naturales; para ello, la inversión (pública y privada) se concentra en sectores intensivos en capital, en infraestructura o servicios,pero que no generan empleo, digno y permanente, ni mejoran las remuneraciones para amplios sectores de la población.

En los hechos, no hay apoyo a la estructura productiva interna, única capaz de agregar valor y crear empleo; las autoridades justifican la mala distribución primaria del ingreso porque “el capital es el factor escaso”; celebran el cuenta-propismo forzado (empleo precario y auto-explotación laboral), como expresión de “emprendedorismo” que es alentado con la “profundización financiera”; ahogan a los contribuyentes capaces de crear valor y empleo para cumplir “metas de recaudación”; persisten en el patrón extractivista “para re-distribuir excedentes” (¿el goteo neoliberal desde el Estado?); y hablan de la diversificación productiva, pero fortalecen el boliviano “para abaratar las importaciones”.

En diferentes realidades socio-políticas, se repiten recetas fracasadas que aplicamos en diferentes momentos del pasado para llegar a los mismos resultados. Es un caso de “incompetencia política” más que de incapacidad económica. Pero llegamos a esta situación porque la sociedad no ha definido las metas de desarrollo con las que deberían comprometerse los políticos; en ausencia de objetivos específicos, no existen criterios para valorar la pertinencia, o no, de lo que los políticos ofrecen: “si no sabes dónde ir, cualquier camino es bueno”; o puesto de otra manera, como un problema es un obstáculo que impide alcanzar un objetivo, si no se tienen objetivos concretos, no es posible identificar ni definir los problemas que impiden alcanzarlo.

El COVID-19, con todo el dolor y los sacrificios que impone, tiene la virtud de desnudar nuestra precariedad, mostrando en toda su dureza el fracaso de las “políticas de desarrollo” y, muy especialmente por su cercanía, la farsa del desarrollismo consumista que nos ofrecía “igualar al bienestar de Suiza” y supera a Chile el 2025. En este sentido, tenemos la oportunidad de reflexionar, críticamente, sobre cuán bajo estamos respecto a dónde podríamos,,  y deberíamos, estar.

Aunque la emergencia de la crisis demanda respuestas inmediatas de los gobernantes, las secuelas sociales, políticas y, particularmente, económicas, estarán con nosotros por largo tiempo. Tenemos la alternativa de repetir las mismas fracasadas recetas que aplicamos en diferentes momentos del pasado,y llegar a los mismos resultados o, de una vez, optar por un nuevo paradigma de desarrollo.

No tiene sentido seguir haciendo lo mismo. Un nuevo paradigma implica cambiar los modelos mentales bajo los que analizamos la realidad buscando identificar los caminos y los obstáculos que impiden alcanzar objetivos específicos de desarrollo. En el contexto actual, significa articular la gestión inmediata de la crisis de salud, con las estrategias de recuperación de la economía a mediano plazo, y con la construcción de las estructuras básicas para el desarrollo sostenible a mediano y largo plazo.

Para hacerlo, se requiere una sociedad comprometida con los objetivos compartidos de desarrollo, y un liderazgo político capaz de guiar hacia las metas. “Gobernar obedeciendo al pueblo” cuando al pueblo se le venden espejismos porque no ha reflexionado sobre sus objetivos, u ofrecer soluciones a los sectores sociales con el objetivo único de captar votos, son propuestas deshonestas y demagógicas, típicas del caudillismo. Necesitamos el liderazgo de equipos de gobierno comprometidos con una visión de desarrollo,yque tengan además la capacidad de conducir a la sociedad hacia esa visión.

Estos son los desafíos: ¿tendrá la crisis la virtud de despertar en la clase política el sentido de servicio y de responsabilidad social que los impulse a recuperar la credibilidad y la legitimidad ante la ciudadanía, para asumir el liderazgo?

Que esto suceda, dependerá de que la sociedad se informe, desarrolle criterios propios, y demuestre que tiene la capacidad para fiscalizar el cumplimiento de las ofertas que hagan quienes aspiren –y lleguen, a gobernar.



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